¿Dejar el pasado atrás? ¿En serio?

Nuevamente, se acerca otro Fin de Año. Y nuevamente vuelvo a sentir en mi interior esa especie de comezón que me impulsa a intentar convertir esta fecha en algo especial, diferente y memorable aunque lo más probable es que termine convertida en la misma noche anodina de cualquier otro año. Y no porque no me lo pueda pasar la mar de bien, no creáis. Lo que pasa es que, juerga más, juerga menos, el fin de año tampoco tiene nada de especial. O, mejor dicho, por especial que sea, lo que no termino yo de verle es ese insidioso significado que se supone que todos, imbuidos de un obligado espíritu de renovación, parece que deberíamos darle. Bien… Sé que suena algo confuso, así que intentaré explicarme.

El fin de año no deja de ser una fecha que, por pura convención, señala el final del año oficial y el comienzo del siguiente. De hecho, no es muy diferente de un domingo por la noche, que señala el cambio de semana, sólo que a una escala algo mayor (aproximadamente en una proporción 52:1 lo que, francamente, no es para tanto). Y sin embargo, por una misteriosa razón, el fin de año se nos antoja que debería ser un momento especial de cambio, de transformación, tanto para esos nuevos propósitos que fácilmente quedarán frustrados, como de intenciones de dejar atrás un pasado que, sin embargo y con toda probabilidad, seguiremos acarreando.

Pasado, presente y futuro

Y es en este segundo aspecto en el que quisiera centrarme. Al fin y al cabo, expectativas nos hacemos todos los días. Pero la obsesión por dejar el pasado atrás se vuelve particularmente insidiosa estos días, tenazmente apoyada por aburridas corrientes de la New Age y cansinos manuales de autoayuda. Y eso sin contar los insufribles memes de WhatsApp o las tediosas entradas de Facebook. Y si sólo fuera para año nuevo, la de aquel, pero es que sólo hace seis meses que ya quemamos nuestro pasado en una hoguera de San Juan ¿De verdad tenemos tanto pasado que quemar? Es curioso que en esta época tan laicista nos sobren los rituales. Y que la misma matraca anti-consumista del black friday conviva con este extraño sarpullido de consumismo psicoemocional. Me explico: al fin y al cabo no deja de ser un machacón deseo de deshacerse de lo viejo (véase, usado) para que por fin llegue eso otro supuestamente nuevo a sustituirlo… y que pocos meses después volverá a quedarse viejo y listo para arder en una nueva quema. ¿Os suena de algo…? Un iPhone, un dolor, una herida, una relación, un portátil… qué más dará, ¿verdad?. A la hoguera con ello y a rey muerto, rey puesto. Pues eso.

Y, entendedme bien, que no me estoy refiriendo a que no debamos dejar partir todo aquello que nos hace daño. Ni que tengamos que apegarnos a lo viejo. Nada más lejos de mi intención. Pero es que las cosas tienen su ritmo, los dolores su proceso, los duelos sus etapas y nada de eso puede arder en una hoguera ni disolverse tras unos fuegos artificiales. Hablamos de dejar el pasado atrás como si eso tuviera algún sentido. El pasado, por definición, siempre está atrás, independientemente de nuestras intenciones. ¿Acaso podría estar en cualquier otro sitio?

Mientras que sin embargo, todo eso de lo que nos gustaría desprendernos (y hacerlo ya) vive aquí mismo, en el presente, en este huidizo nuestro aquí y ahora. Y esto es lo único obvio: Es aquí y ahora donde reside esa obsesión nuestra por aquello que ya pasó.

Otra cosa es que haya asuntos de nuestra vida que nos duelan, que nos molesten, que nos perturben la tan ansiada felicidad, tal y como cada cual elija imaginársela. Pero lo obvio es que todos esos asuntos no son pasado; son presente. Tan presente como el maldito ideal de felicidad que cada uno quiera comprar.

Así que va a ser que no… Que no hay nada que dejar atrás. No existe sucesión de campanadas mágicas que pueda hacer de nuestro dolor pasado. Ni banquete, ni borrachera, ni intercambio en el mercadillo de carne humana de usar y tirar, ni viaje exótico, ni clavo que saque otro clavo sin profundizar la herida… y total, para que todo siga igual.

Porque, dejar atrás, sólo se puede el pasado, nunca el presente. Y el dolor, si es que lo hay, está en el presente. Y eso no se puede dejar atrás. Sólo se puede transitar hasta que se haga pasado por sí solo.

Hay quien decide quemar las naves…

Barco varado en la costa

Dicen que Hernán Cortés mandó quemar sus naves tras desembarcar en México como una manera de dejar claro a sus hombres que la retirada no era una opción, que no había vuelta atrás y que el único regreso posible sería en los barcos del enemigo derrotado.

De algún modo, esta expresión se ha convertido en metáfora de quienes han decidido emprender un determinado camino eliminando cualquier posibilidad de vuelta atrás. ¿Cuántas veces no nos habremos impedido contemplar la incompletitud, el error o, directamente, el fracaso como parte intrínseca de la vida? Sin darnos cuenta de que, en ocasiones, es el propio camino quien nos pide dar la vuelta. A veces para rectificar. Otras para sanar. Quizás para reconciliar. Muchas otras para volver a casa y descansar. Y algunas, simplemente, para repetir y repetir… hasta aprender, si es que aprendemos.

Quemar las naves, ¡Qué arrogancia! Y sin embargo… cuántas son las que arden, a todas horas, a nuestro alrededor.

Quemamos las naves en un desesperado intento de descartar la derrota, en lugar de preguntarnos el para qué de esa obcecada necesidad de victoria. ¿Acaso pretendemos olvidar el dolor en lugar de transitarlo y llorarlo todo el tiempo que haga falta? ¿Guardar odios y rencores en lugar de sangrarlos y purgarlos? ¿Añorar en lugar de agradecer? Paradójicamente, quemamos las naves y nos quedamos estancados en una interminable huida hacia adelante que la mayoría de las veces no tiene salida.

Supongo que es más fácil aferrarnos a las heridas y al dolor que plantarles cara con coraje para mirarlas de frente, dejarlas doler un tiempo y, finalmente, soltarlas y decir «adiós».

Pero, claro, eso significa despedirse… Despedirse no es dejar atrás. Todo lo contrario. Despedirse es decir adiós: «a Dios», «con Dios». Despedirse es reconocer el hueco, aquí y ahora, que ha dejado todo aquello que ya no está. Precisamente, porque ya no está. Por eso, despedirse, de verdad, sólo se puede con amor.

Sí, ya sé, ya sé… resulta mucho más fácil quemar las naves que enfrentar el ahora. Asegurarnos de que no caeremos en la tentación (y, por lo tanto, no necesitaremos el coraje)… de enfrentar el mañana cuando se convierta en hoy. Contratar el seguro de un papá futuro para cuando el adulto convertido en niño flaquee. Bueno, es elección personal.

…pues que les vaya bien

A los que habéis decidido quemar vuestras naves, sólo puedo desearos que el humo, el olor a quemado y los fantasmagóricos restos calcinados varados en la playa no os acompañen toda la vida. Por desgracia, sé bien de lo que hablo, pues yo también he quemado naves y, a veces, aún noto sus rescoldos ardiendo. Pero, si con todo, no habéis podido evitar prenderles fuego, permitidme que, simplemente, me haga a un lado… y os desee lo mejor, pues bastante tengo con lo mío.

Os dejo con este fabuloso vídeo de mi banda favorita que lleva, precisamente, este título: Wish them well (Que les vaya bien). Pertenece a una gira que tuve el gusto y el honor de presenciar en Berlín hace ya unos cuantos años. Espero que os guste el subtitulado.

Un fuerte abrazo para lo que queda de este año que se acaba… y todo el que está por venir.

Feliz… lo que sea

David Magriñá