Niña asombrada

El año pasado, en tal noche como la de ayer, estaba escribiendo tarde y a toda prisa sobre la noche de Reyes, empeñada en no dejar pasar el momento, también nerviosa por contravenir la regla fundamental de que el cinco de enero hay que acostarse pronto y estar quieto y callado como un ratoncito, pueda uno dormirse fácilmente o no, para dejar que los Reyes Magos pasen sin dificultad por casa en una noche tan mágica, ajetreada y única como ésa.

Ayer no quise repetir la hazaña. Fui más razonable a la hora de meterme en la cama, aunque no pude resistir la tentación de trastear con el móvil en Facebook y leer algunas de las cosas hermosas que compartíais antes de apagar la luz. Por eso vuelvo a estar aquí, escribiendo contra reloj porque hoy hay muchas cosas, muchas cosas…

Espero que estéis teniendo una mañana feliz de un día cada vez más feliz.

Para qué todo esto durante tantos años…

Mientras me dormía, iba acabando de evocar mi respuesta, que seguro que no es mi única respuesta, aunque sí la que ayer se me hacía más presente y que nace – como es natural a estas alturas y como imagino que nacen las vuestras – de la experiencia.

Para que los niños aprendan y nosotros recordemos.

Hay un momento que yo tengo suspendido en el tiempo, un instante de maravilla a cámara lenta que acostumbra a hacerse jirones deprisa, entre exclamaciones de alegría: la sensación de los segundos que transcurren entre la entrada en la habitación donde los Magos han dejado los regalos y la algarabía de precipitarse a desenvolverlos, sentado cada uno donde quiera y pueda (¡ponte calcetines!¡toma esta chaqueta si no sabes dónde has dejado la bata!). Ese santiamén de contemplar el milagro intacto. ¡¡Han venido!! Raramente y sólo en circunstancias particulares fallan, pero de nuevo es verdad que han venido y esas pruebas de que el misterio ha vuelto a suceder continúan teniendo la capacidad de deslumbrarme.

Apenas dura. Sin embargo, es la sensación más clara que conservo del paso de los Reyes a lo largo de toda mi vida.

Nunca, ni en las circunstancias más especiales y queridas (y eso que no quiero despreciar ni empequeñecer lo más mínimo la felicidad de esos momentos), los regalos de mis amigos, mi familia, mis seres amados… han logrado despertar en mí una emoción comparable.

Es para eso. Para que los niños la aprendan y nosotros, en nuestros corazones o en sus caras, no la olvidemos jamás.

Para que la celebremos juntos y para que consigamos, vez a vez, asimilar cómo se hace.

Porque llega un día muy importante, muy feliz, en el que – tras habernos perdido durante quién sabe cuánto tiempo en nuestro mundo de adultos – volvemos a sentirla. Entonces, reconocerla y experimentarla como un gozoso regreso a casa vuelve el camino ancho, lleno de luz, y podemos darnos cuenta de que, a través de las vicisitudes, las cegueras y las tormentas, ha estado siempre ahí.

Porque ese día no podemos provocarlo pero a menudo hay que prepararlo y es bueno que sepamos la manera.

Ese día, queridos, es el día en el que nos damos cuenta de que, asombrosamente, se ha cerrado, o se está cerrando, esa brecha tan humana de nuestro corazón que tampoco sabemos bien de dónde surgió (aunque nos sobren teorías) y que nos mantenía desasosegados, inquietos, insatisfechos… deteniendo o empañando la plenitud de nuestro vivir. El día en que constatamos la realidad de ese portento tan perseguido y a la vez – es una conmovedora paradoja – tan difícil de creer.

El regalo.

Nadie puede hacérselo a sí mismo ni – ¡¡cómo querríamos!! – a otros, por mucho que los ame.

No. Ocurre en silencio, en lo oculto, mientras dormimos. Con paciencia. Sigilosamente. No se sabe cuándo con exactitud, aunque a veces escuchamos en la oscuridad unos pasos, un roce, un crujido…

Pero, al despertar – qué importa cuánto haya durado la noche, como si no supiéramos que las del cinco de enero se pueden hacer interminables… -, ahí está, prodigioso, lo soñado, lo increíble: el corazón completo.

Entonces, la reconocemos. La emoción. La misma. Es para un instante, y después como música de fondo, porque el corazón no está para ser contemplado ni tiene más sentido que ser usado, y mucho, pero nos damos cuenta de que hemos sido preparados para ella, entrenados en ella, asomados a su ventana, acostumbrados a conjurarla y a celebrarla juntos desde niños. 

De que tuvimos que abrazar la esperanza, allanar la senda, abrir el espacio, desbrozar y ofrecer el corazón, preparar la fiesta, acostarnos pronto, cerrar los ojos y confiar. Esperar durante una noche que no se había acabado ni a las tres, ni a las cuatro, ni a las cinco… sin apenas podernos dejar caer aunque sabíamos que no había otra cosa que hacer más que rendirnos para permitirlo…

Y sucedió.

Misteriosa, milagrosamente. El corazón completo. El alma en paz.

Pasaron los Reyes.

Os confesaré una cosa: de niña, el día de Reyes sentía una alegría jubilosa, expansiva; ahora, cada vez me emociono hasta las lágrimas con esta felicidad sutil y delicada.

Para qué todo esto durante tantos años…

Para que nosotros aprendamos otra vez y los niños puedan recordar.

Y también para que puedan sentir ahora, ya, esa sagrada emoción quizá antes siquiera de tener en el corazón la brecha.

¡¡Feliz día de Reyes, queridos guerreros!!

Marian Quintillá

Y como no podía ser de otro modo, y siguiendo lo que ya empieza a ser tradición en La Casa de Gestalt, nos complace compartir esta alegre canción de Mercedes Sosa para celebrar este día. ¡Que la disfrutéis!