«Rosa es una rosa es una rosa es una rosa»

Gertrude Stein

Hace varios días que este verso de Stein lleva dándome vueltas en la cabeza.

Las cosas son lo que son, claro. Qué iban a ser si no. Y sin embargo… ¿tiene que ser así?

A veces la vida, simplemente, nos arrastra. Quizás porque no hemos desarrollado aún esa voluntad guerrera que nos permita mantenernos fuertes. O bien, la confianza y la entrega que nos permitiría dejarnos conducir sin oponer resistencia. Claro que entonces ya no sería tanto un arrastrarnos, sino un fluir con eso que es más grande que nosotros y que nos lleva no sabemos muy bien por dónde ni sabemos muy bien por qué.

Es posible, incluso, que ese mantenernos fuertes y esa entrega a la vida tal cual es sean dos maneras de llamar a lo mismo. Creo que verdaderamente hace falta una buena dosis de fortaleza y voluntad para entregarse pues, de lo contrario, nos estaríamos, simplemente, abandonando. La entrega a la vida es activa, voluntaria, firme. Y cuando uno se entrega lo hace tanto a los pétalos como a las espinas. Demasiado nos suena ya eso de «no, si yo ya me entrego, ya, pero… hasta cierto punto. Y así, desde luego que no»

¿O no?

Empiezo a sospechar que no nos podemos ahorrar ni lo uno ni lo otro. Siempre habrá pétalos y siempre habrá espinas. Lo único que podemos elegir, si es que de verdad es elección nuestra, es si sangramos de gozo o de dolor. Y no, que no, que no… Que no me creo que sea verdad eso de que el amor tenga dos caras. En todo caso, puede que seamos nosotros quienes le pongamos varias caras al amor. En la entrega, la verdadera entrega, gozo y dolor no están separados; no pueden estarlo. No quisiera ponerme en plan psicoanalista pedante pero seguro que me entendéis si digo que a ver si eso que parece alternarse con el dolor no va a ser gozo, sino goce…

Otra cosa es que no podamos tomarlo todo entero, tal cual viene, tal cual es. Pero claro, ¿quién podría?

Y entre tanto, entre pétalo y espina, me ha venido al recuerdo esta vieja canción. Así, mientras aprendemos a entregarnos, siempre nos queda ponernos los zapatos de tacón… y taconear, y tocar las palmas, que son dos días.

David Magriñá