Mi padre y yo, el 12 de febrero de 2017

Esta madrugada hará una semana que murió mi padre.  No voy a explicaros cómo estoy, salvo que estoy en paz. Ni puedo ni me hace falta. ¿Quién no lo sabe? ¿Quién no ha perdido a un ser tan querido?

Estoy aquí por otro asunto, por algo que sí que quiero compartir con vosotros. Y temo no lograr transmitirlo bien y que os parezca una tontería.

Porque esta vez se trata de mi padre.

Durante la mayor parte de su vida adulta, mi padre no fue ese anciano frágil y delgadísimo que veis en la foto, sino un hombre cuadrado, con bigote, que tenía tanto sentido de lo serio como del humor. Eso, quienes lo habéis conocido lo recordáis muy bien, estoy segura. Es a él a quien tenéis que imaginar mientras os cuento todo esto porque es él quien, desde su capacidad de hacer y deshacer, hizo y deshizo lo que tengo ganas de que sepáis.

Pero ya vale de prólogo.

Hace unos dieciséis años, no mucho tiempo después de morir mi madre, él me llamó por teléfono una noche para decirme que había contratado un seguro a través del cual dejaba atado y resuelto todo lo referente su velatorio, su entierro y los trámites que habían de seguirse después de su propia muerte. En aquel momento, a mi me impactó sobre todo que mi padre anduviese ultimando los detalles de la hora de su fallecimiento cuando yo todavía estaba haciéndome a la ausencia de mi madre. Sabía cuánto la había querido él. Mejor dicho, sabía que no lo sabía ni podía llegar a saberlo entonces, pero creía que era perfectamente posible que su muerte hubiera debilitado su voluntad de vivir. Y no quería perderlo.

En aquel momento, no entendí lo que mi padre me estaba diciendo de verdad.

Durante mucho tiempo, mientras la vída seguía, transformándose y reconstruyéndose como suele hacer ella, rara vez recordé la existencia de ese seguro. Sólo en los últimos años y aún más en los últimos meses. Mi padre iba deteriorándose, consumiéndose, había llegado a ser como una velita que, aunque sostenida por esa voluntad de vivir que en su momento temí que le faltase (únicamente lo vi soltarla al final, menos de dos días antes de su muerte, en que, cansado, se notaba que se dejaba ir), podía apagarse en cualquier momento. Todos lo sabíamos. Y en esos días, respecto de esa cuestión, lo que me preocupaba a mí era que pudiéramos saber a quién llamar y qué hacer para que ese seguro se ejecutara sin falta como él lo había decidido, porque era su voluntad y era importante que se hiciera su voluntad en lo que a sus asuntos se refería, y particularmente en ese momento tan significativo que justo él había querido dejar preparado.

Tampoco lo estaba entendiendo entonces.

No lo entendía pero, desde mi no entender, me había ocupado de hablar con mi hermano Jose del tema porque no sabía ni por dónde empezar para localizar los datos del seguro. Él sí que lo sabía. «Hay que llamar a Pilar», me dijo. No «a tal compañía de seguros», sino «a Pilar». Mi hermano la conocía: mi padre lo había acompañado y se la había presentado cuando él necesitó hacer su primer seguro. No era una extraña que trabajaba en una aseguradora igual de extraña. Tenía nombre, rostro, trato y recuerdos. Era alguien.

Y la mañana del miércoles pasado, Jose llamó a Pilar. Ella se ocupó de hablar con todos. Nosotros sólo tuvimos que acudir para tomar dos o tres decisiones imposibles de prever con tantos años de antelación o que nos correspondían. Fue amable, fácil. En parte, por el excelente trato de los profesionales que mi padre había escogido para que se encargaran de su cuerpo y de los pormenores de su vela llegado el momento, enormemente humanos; en parte, porque no tuvimos que vérnoslas con catálogos, elecciones, posibilidades, trámites… todas esas cosas que, en un momento así, resultan tan absurdas, tan extrañas. De las que mi padre se había encargado cuando murió mi madre, sabía bien cómo era ese trance y decidió ahorrárnoslo. Que, por otra parte, nosotros conocíamos de la desgarradora ocasión en la que tuvimos que ocuparnos de ellas en la muerte de mi hermano Alejandro. Quizá, sin esa dolorosa experiencia previa, no lo habría comprendido nunca.

Mi padre había dejado preparado ese último acto de amor para después de su muerte: No tendréis que responsabilizaros de nada de esto. Podréis, simplemente, estar presentes, estar tristes, dejaros caer, acoger, recordar… 

Me gustaría describiros el amor con el que me sentí amada. No puedo.

Por la tarde, Pilar estuvo donde lo velábamos. Nos habló de nuestro padre, del tiempo que hacía que se conocían, de sus conversaciones sobre la vida… y confirmó lo que al fin yo había logrado entender: «Cuando vino a contratar el seguro, me dijo que no quería que en este momento tuviérais que preocuparos por nada».

Mi padre se afeitó el bigote cuando empezó a estar seriamente enfermo porque comprendió que no iba a poder estar en condiciones de cuidárselo y, para cualquiera que tuviese que afeitarlo, era más fácil si no lo llevaba. Bromeó, no dijo nada de eso, pero no hizo ninguna falta. Y, del mismo modo que se afeitó el bigote, contrató el seguro.

El amor es así: delicado y discreto. Tanto que a veces ni siquiera se da cuenta de que es amor.

En la vida de mi padre, como en la de cualquiera, hay sin duda episodios mucho más fascinantes que un afeitado o la contratación de un seguro particularmente inquietante. Aquellos que lo habéis conocido y yo misma podríamos aportarlos a montones. Sin embargo, tengo la sensación de que en estos dos esbozos sutiles queda delineada esa manera suya de amar que no parecía necesitar ser percibida ni reconocida.

Mi padre era mucho más proclive a asegurarse de que íbamos a tener un vaso de agua cuando llegara el tiempo de la sed que a dejarnos con los ojos abiertos. No obstante, en ocasiones hacía, sospecho que con el mismo criterio, cosas asombrosas. Recuerdo un catorce de febrero, siendo yo bastante niña todavía, en que por la mañana llamaron a la puerta unos hombres que a mí me parecieron muy fuertes trayendo un piano para mi madre. Quizá una pianista añora su piano como el sediento el agua, no lo sé. Lo que sí sé es que lo que sucedió aquel día fue mágico. Claro que había visto antes pianos en la televisión y había escuchado su sonido, pero nada de eso era comparable con asistir a lo que hacía mi madre ante nuestros ojos y oídos paseando sus manos por el teclado, a veces suavemente, a veces con sorprendente energía. Y su felicidad.

No os cuento esto último para que mi padre os parezca más romántico de lo hayáis podido imaginar hasta ahora, con esta extraña elección mía de anécdotas, sino porque la mañana del pasado quince de febrero tuve, en cierto sentido, una sensación parecida a la de aquel lejano catorce de febrero (qué casualidades) en la que él apareció como un mago asombroso que, desde luego, comprendía los entresijos de la realidad más allá de mi mirada. Y fui una niña con algo que aprender hasta el último instante.

Cuando acabamos de ultimar los escasos detalles y besamos su amada y fría frente, se habían hecho las tres de la tarde. Yo no había comido nada en todo el día ni había sentido necesidad de hacerlo. Pero era hora. Lo necesitábamos. Nos fuimos todos juntos a un restaurante cercano y, apenas llegó el vino, llenamos nuestras copas con tinto de la tierra y brindamos.

Por ti, papá.

Marian Quintillá