Para qué convertirse en Guerreros.

Lo hemos dicho tantas veces que no le va a venir de nuevo a nadie: para sacudirnos la esclavitud y para acabar la guerra.

No sé qué siente la mariposa dentro de la crisálida que la impulsa a destrozarla y salir, pero lo que imagino es que se le queda estrecha, asfixiante. Ya no es un refugio cálido sino una prisión.

A veces, las prisiones tienen directamente decoración de infierno; otras, de anodinas cajas de cartón; con cierta frecuencia, de palacio, jardín del edén o spa.

Prisiones, guerras, refugiados, campos de concentración. No estamos hablando de nada que no ocurra en este preciso instante.

Justo ayer conmemorábamos a las víctimas del Holocausto. He pensado mucho, en estos últimos siete años, en las personas que se vieron recluidas y torturadas en los campos de concentración nazis, gran parte de las cuales fueron también asesinadas. He pensado en ellas porque estaba sufriendo una avalancha improbable de dolores profundos, solapados y simultáneos, que se inició el mismo día de Año Nuevo de 2010 y que iba destrozando implacablemente lo más precioso de la mayor parte de los flancos amados de mi vida. Tantos y en tantos frentes que, si los llego a ver juntos en una película, habría acusado seguro al guionista de forzar la mano buscando conmovernos con un truco barato, por inundación de acontecimientos desgarradores. Y braceando como torpemente sabía en medio de ese alud del que, a mi entender, no podía escapar más que abandonando y traicionando, me venían una y otra vez  sus terribles imágenes, ésas que todos hemos visto, de cuerpos consumidos, ojos hundidos, rostros devastados… Y pensaba: lo mío no es nada. Puedo levantarme, ir a trabajar, tomar un café, encontrarme con alguien querido y abrazarlo, hacer un regalo, leer, decidir… Lo mío no es nada mientras lo que soy se derrumba, mi mundo se desvanece y no sé hacia dónde van ni lo uno ni lo otro, mientras la vida amenaza con ser demasiado larga y demasiado puta. Todo esto es cierto y lo mío no es nada.

No lo pensaba para evadirme de lo que estaba viviendo a través de la racionalización (a mí, eso no me funciona; no sé a vosotros), sino porque me preguntaba cuánto dolor, cuánto derribo puede sostener un ser humano y en qué se convierte después de atravesar tal desolación.

En un cadáver, en un cobarde, en un enfermo o en un Guerrero.

Ésas han sido al menos mis posibilidades, aunque estoy convencida de que puede haber más y de que seguramente las hay.

Para qué convertirse en Guerreros.

Para no temer vivir y morir por lo que merece la pena. Para regirse por un amor más fuerte y más coherente que el miedo que todos conocemos. Para hacer lo que hay que hacer cuando hay que hacerlo y dejarse de historias.

Si algo he aprendido es cómo cambia lo que no cambia, cómo nuestras construcciones, nuestros planes, nuestros caminitos de hormigas, no resisten el paso del vendaval que es la vida cuando se pone a ello. Y la gran tentación de tomar tal verdad como la excusa perfecta para transformarme en mercenaria.

No.

Cuando digo «No», estoy haciendo una declaración de intenciones, de rumbo. Está claro que en distintos momentos puedo ser y soy mercenaria, cobarde, enferma o cadáver. Y quienes me conocéis me veréis ahí una y otra vez. Hablo de una actitud reiteradamente reconquistada, de una dirección decidida.

Para qué convertirse en Guerreros.

Para elegir entregarse a vivir antes que estar a la defensiva. Para no subsistir tras empalizadas, vigilando a los enemigos por entre los troncos de la valla.

Si ha de pasar, que pase. Si ha de venir, que venga. Y estaremos presentes, renunciando a volvernos miserables o víctimas, dando lo mejor de nosotros mientras nos sea posible dar algo.

Para qué convertirse en Guerreros.

Para descubrir que, aunque no lo parecía, lo más precioso de nuestras vidas es intocable.

Marian Quintillá