Voy a intentar ser sincero, brutalmente sincero. De muy joven, como era preceptivo al menos en mi generación y de manera connatural a mi narcisismo adolescente, estaba firmemente convencido de que todos los americanos eran idiotas. Un poco más tarde creí empezar a vislumbrar que lo que que era terriblemente idiota era una sociedad tan centrada en su propio ombligo que le resultaba imposible, como colectividad, poder mirar un poco más allá. Y, finalmente, cuando comencé a comprender y a admirar la historia de este pueblo tan singular, diverso y contradictorio, empecé a imaginar lo difícil que debía de ser para un americano mínimamente culto e inteligente sentirse perdido y absorbido por una sociedad tan aturdida y, a mi juicio, tan embrutecida.
Han pasado como 30 años desde entonces y ya no necesito imaginar, pues me basta con mirar a mi alrededor y hacia mí mismo. El mundo no es lo que imaginé que sería. Mi propio mundo, mi propio entorno, ya no parece tan diferente. No ha pasado tanto tiempo desde que nos partíamos de risa cuando comentábamos las tonterías de la corrección política que tan claramente nos chirriaban. Ahora esas mismas tonterías forman parte inexcusable de cualquier discurso público que no quiera ser denostado. Exhibimos impúdicamente los mismos patrones éticos e ideológicos vacíos que por aquel entonces tanto nos escandalizaban. Nos sumergimos con la misma facilidad en eso que Batiatto llamaba acertadamente «basuras musicales«, por no hablar de las televisivas. Nos encanta hacer gala a la mínima ocasión de una indecente profusión de banderas y enseñas patrióticas porque ya hemos olvidado lo cercanas que, por aquel entonces y con razón, las sentíamos a los totalitarismos. Destrozamos el idioma a sabiendas y a conciencia en una aparentemente orgullosa carrera por demostrar la propia incultura. Y, como postre, nos rasgamos las vestiduras por minucias simbólicas carentes de contenido mientras el mundo entero sangra a nuestro alrededor, en gran medida, para que nosotros podamos seguir donde estamos, es decir, en la inopia de nuestro propio ombligo. Descubro con horror que hoy todos somos americanos. No como los de verdad, los que contribuyeron con mayor o menor mérito a construir ese país tan grande como difícil de conocer, sino como aquellos a los que tan ingenuamente demonizaba. Y confirmo con desaliento que ciertamente no es fácil vivir así aún en un país que no por ser muchísimo más pequeño resulta menos incomprensible. No, no lo es.
Y, como siempre, mejor no olvidar que igual que es arriba es abajo. Que igual que es afuera es adentro. Que toda lucha externa no es sino la proyección de la propia lucha y el propio desaliento. La cuestión es mucho más sencilla: La vida no es, ni mucho menos, lo que imaginé de niño.
Y de todo esto, precisamente, trata esta canción. Sí, habla de música, ya lo sé, pero siempre he sentido que habla también de nosotros, de nuestro mundo circundante, de nuestro mundo interno, en definitiva, de nuestra vida. Qué mejor que la música para componer semejante alegoría sobre la decepción que acompaña al paso del tiempo, al abrir los ojos y la renuncia de las promesas de la infancia. Sí, hablo de la pérdida de la inocencia, nada más. La de toda una sociedad, la de todo un país, la de la propia vida.
Han corrido ríos de tinta sobre esta canción, así que no diré más. Mejor que lo diga ella.
David Magriñá
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