Quizá todas, absolutamente todas las generaciones, al llegar el momento de florecer abriéndose a la vida, se habían sentido poderosas y limpias, destinadas a hacer al fin del mundo un lugar hermoso.
A diferencia de las anteriores, que lo habían dejado cargado con cadenas de injusticias, dolores, absurdos…
No fue entonces cuando nos quedamos huérfanos.
Pero hubo un día en el que contemplamos a nuestras madres con unos ojos que veían lo que no queríamos ser, que escuchamos a nuestros padres con unos oídos que registraban a lo que no nos queríamos parecer.
Descubrimos sus ademanes y gestos en el espejo, sus expresiones en nuestra voz… y nos aterramos.
Ese día nos volvimos huérfanos.
Concienzudamente huérfanos.
Igual que si hubiéramos llegado a la tierra desde las estrellas, posándonos con la gracia de una pluma, dispersando las tinieblas con nuestro resplandor.
En el suelo se abrió una grieta. Al corazón se le secó la fuente. Dejamos de entender la gratitud y el respeto. Medimos nuestras sombras al amanecer, volvimos a contemplarlas al atardecer y confundimos su tamaño con el nuestro. Las calibramos a mediodía y vimos aumentar nuestro tamaño comparado con el suyo. Creímos entonces poder comprender los tiempos que nos habían precedido mejor que quienes los vivieron. Más tarde, modelar la realidad a nuestro experto antojo
Apoyamos los pies y las espaldas en enmarañados muros de fantasías.
Y una vez disminuidos nuestros padres, no tuvimos envergadura para acoger a la siguiente generación de hijos.
Por primera vez, era mayor el miedo a herirlos y a limitarlos que a desampararlos. Ciegos a lo que habíamos recibido, lo estábamos también a lo que nos correspondía dar.
Tras hacernos huérfanos, engendramos huérfanos, a nuestra vez.
Hijos de niños, de ángeles, de diosas, de héroes, de canallas… pero no de hombres.
Hijos del temor a traumatizarlos y de la necesidad de protegerlos. Enormes, confusos, débiles, manejables. Buscando inconscientemente padres o haciéndose los padres de sí mismos. Perversamente precoces, perversamente arrojados al vacío.
Sangrantemente huérfanos.
Nos escucharon cuentos y contaron más cuentos.
Y hubo mucha belleza, mucha fuerza, en nosotros y en ellos. Tanta como inmerecida, triste ausencia de columna vertebral.
El hogar frío o el hogar asfixiante. Ambos podados de todas las imperfecciones que habíamos creído detectar. Ambos aterradores como las dos versiones de un infierno.
Quizá no lo vimos en las pequeñas habitaciones de nuestras casas. Donde nos lo encontramos fue en la calle, en el eco de la multitud de la que tanto nosotros como ellos formábamos la parte más ruidosa.
Los huérfanos y sus descendientes no habían construido un paraíso sino un desasosegado polvorín.
Queriendo liberar al mundo de la dolorosa neurosis de los límites, lo condenaron a la abismal psicosis de su ausencia.
Aprendices de brujo ilusoriamente huérfanos.
Y seguimos huyendo hacia delante, inventándonos enemigos que condenar, edades de oro a las que despertar, muñecos de paja que quemar…
Mientras iban germinando en nosotros lenta, callada, sabiamente las pacientes semillas de nuestros padres.
Marian Quintillá
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