<a "href=https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Edward_Robert_Hughes_-_Night_with_her_Train_of_Stars_-_Google_Art_Project.jpg">Edward Robert Hughes - Night with her train of Stars

Edward Robert Hughes – Night with her train of Stars

I

Aquel invierno, el ángel vino de todos modos, no en vano se dedicaba a lo importante y a lo que permanece.

Apoyó los pies sobre la tierra, la amparó con sus alas y recogió entre las manos aquel año, el transcurrido desde la última Navidad.

Anduvo por calles despistadas, mezclado con gentes que llevaban demasiado tiempo cansándose, que habían sido probadas de multitud de maneras mientras daba la sensación de que no pasaban tantas cosas. Parecía que el mundo hubiera caído bajo los efectos de una droga rara, o se hubiera visto atrapado en una pegajosa pesadilla que, en cualquier caso, era real.

Entró en los miles y miles de hogares, sobrecogedoramente numerosos, que aquel año habían perdido o estaban perdiendo a seres queridos, que los veían marchar sin poder volver a llegar a ellos ni mucho menos acompañarlos, que aguardaban angustiados cada día, durante desesperantes y densas horas, las noticias de los hospitales, finalmente sintiéndolos irse; que les enviaban los mensajes y vídeos de adiós más duros que habían hecho en sus vidas, o podían tener unos minutos para despedirse, quién sabe en qué condiciones, vestidos irreconociblemente bajo crujientes estratos protectores, sin más ventana que los ojos. Que los enterraban sin poder reunirse libremente, generosamente, en el necesario homenaje de reconocimiento y amor  que son un velatorio y un funeral, y se quedaban después doble o triplemente despojados.

De los que habían perdido salud y gentes de muchas maneras, de los que arrastraban las secuelas de haber sobrevivido a una extrema y mantenida gravedad, y al regresar junto a los suyos lo hacían llevando mermado el silencioso privilegio de respirar sin darse cuenta, de hacer esfuerzos o moverse, de aquellos cuyas vidas se estaban trastornando de golpe y no podían deshacerse de la abrasadora sensación de verse expoliados por las circunstancias más absurdas.

Se deslizó por los hilos tenues, indestructibles, incandescentes y sangrantes tendidos entre los ancianos que habitaban en las residencias y sus familiares, por los que unían las casas de los hijos y los nietos con las de los abuelos a los que protegían manteniéndose a distancia. Los vio amarse de lejos, estirar unos brazos que no llegaban, hablarse a través de verjas o desde las ventanas, ver racionados sus encuentros sintiendo correr el tiempo en su implacable tic-tac. Y vio también morir a muchos de una forma que incluso a él, que miraba los acontecimientos desde un lugar al que ninguno de nosotros tiene acceso, ahora que contemplaba los ojos de los hombres le sobrecogió el pecho. Asistió a la trágica, vertiginosa, pérdida de facultades de cuantos las habían estado conservando con constancia, esfuerzo y estabilidad cotidiana pero se habían visto privados de su mundo de repente. Gentes de todas las edades, amantes y amadas desposeídas por igual.

Recorrió las aceras deteniéndose ante las heladas puertas de los establecimientos cerrados. Se sentó en silencio junto a otros tantos miles y miles de personas que habían asistido al desolador espectáculo de ver peligrar o derrumbarse sus negocios, sus empresas, perderse sus puestos de trabajo, malograrse sus esfuerzos, desorientadas entre el dolor, la incertidumbre, la añoranza, la rabia y la incredulidad. Las vio mirar a su alrededor, buscando nuevas perspectivas en un presente y un futuro amenazados por augurios sombríos, reunir fuerzas o no encontrarlas, crear posibilidades nuevas, cambiar de rumbo, dejarse caer rendidas, sin poder ver todavía, en medio de la tormenta, cómo iba a desarrollarse nada.

Se recostó en todos sus corazones estremecidos, persistentes, valerosos, hallando en cada una de aquellas heridas un arroyo de amor sencillamente verdadero, que resplandecía como oro en medio de la enfangada realidad. Entonces se dio cuenta de que, por primera vez, incomprensible, casi perversamente, anhelaba ser humano, conocer desde dentro de sí lo que ninguna de aquellas personas habría querido conocer nunca.

II

Después de aquello, supo lo que era el cansancio, pero aún le quedaba camino. Atravesó paredes, fue y vino a través de las horas y de los meses, peregrinó a lo largo de muchas rutas…

Pieza a pieza, se hizo con todo el amor, con todo el cuidado, que miles de personas silenciosas, desconocidas, habían tejido para dar respuesta a tan tremendas circunstancias y a otras muchas eclipsadas por la situación general. Y en ese momento sí que se vio completamente desbordado. No podía dar abasto, como yo tampoco puedo a la hora de contároslo.

Llevaba alquileres no cobrados o rebajados durante meses, a los camioneros transportando bienes necesarios, a los trabajadores de supermercados y de tiendas repartiendo hasta las puertas de las casas, cantautores reuniendo a los vecinos en los balcones para compartir con ellos su arte, a los trabajadores de los hospitales dando cuanto podían sacar de sí, a los taxistas haciendo servicios solidarios sin poner en marcha el taxímetro, gente cosiendo gorros, haciendo viseras, confeccionando frágiles batas impermeables, cuando en los hospitales no había material con el que protegerse, policías, soldados y voluntarios construyendo hospitales, médicos jubilados volviendo a ejercer, gentes arriesgando la salud y la vida e incluso hasta perdiéndola, vecinos comprando para quienes no podían salir, hombres donando dinero o consiguiendo materiales necesarios, fábricas reconvertidas para producir mascarillas, mayores y pequeños ajustándose bien las mascarillas a pesar de la incomodidad, guardando distancias con consideración y respeto, o recordándonos la importancia de no ceder la libertad ni la alegría llevados por el miedo, gente cuidando a gente, esuchando y sosteniendo a gente, preocupándose por gente, animando, alegrando, acompañando a través de pantallas y teléfonos…

No, no puedo, es como coger una enorme brazada de cosas y ver de qué modo se escurren y esparcen por el suelo sin que sea capaz de sostenerlas. Tendréis que añadir vosotros todas las que, sin ser por ello menos importantes o resplandecientes, me he dejado sin citar, que seguro que hay montones.

Así se vio el ángel cuando las hubo reunido. Así y mucho más. Tanto que, más que un ángel, pasó a ser una cornucopia voladora, una fuente de maravilla, extendido cuan largo, ancho y profundo era, rebosante, y sólo su ágil y prodigiosa naturaleza angélica lo libró de continuar el camino arrastrándose como una tortuga ante semejante desmesura.

Por segunda vez en aquel día y en su más que amplísima existencia, deseó ser humano, conocer aquella capacidad de pasión y de entrega que ninguna de aquellas personas habría querido nunca que hiciera falta.

III

Pero no creáis que el ángel estaba cegado por la visión, o incluso el sorprendente anhelo, del amor, la pasión y la entrega que encontraba en los corazones de los hombres. Perceptivo y ecuánime, los miraba vivir a lo largo del año que los había llevado a aquella nueva Navidad. Atravesaban las sucesivas dificultades con la inocencia de no saberlas ni haberlas vivido previamente. Hacían previsiones que luego el tiempo deshacía pero les ayudaban a vivir.

Ante el impacto de la enormidad de lo que sucedía, sacaron lo mejor de sí, unidos y hermanados. La realidad, como hace siempre o casi siempre, los aterrizó de los ensueños en los que solían verse hipnotizados a diario, y todo lo que no importaba, ya fuera porque los embelesaba huecamente o porque los metía en guerras estériles y vanas, se disolvió de una forma tan portentosa que se sintieron transformados. Muchos tuvieron entonces la esperanza, la creencia y a veces hasta la seguridad de que tan enorme sacrificio dejaría tras de sí un mundo renovado, con aire limpio, gente limpia, intenciones limpias y paz.

Pero el interior de los humanos es complejo y nunca se han podido correr del mismo modo los cincuenta metros y las maratones. A lo largo de los meses, hubo espacio para el miedo, la desconfianza, el enfado y la ira. Dudaron de lo evidente y de lo invisible. Argumentaron todo tipo de cosas contrarias hasta volver a caer en la habitual sensación de que la verdad era un asunto de cómo hilar los discursos. Se les fue la luz, y la paz, y la lucidez desde la que se percibían con corazones similares en el mismo barco. Se perdieron en universos paralelos convenientemente alumbrados. Nuevamente prefirieron ser cualquier otra cosa antes que gente y se dividieron en tantas subespecies como fueron animados a considerarse. Quisieron olvidar el riesgo o aprovecharlo. Volvieron a enfrentarse simplemente porque eran empujados y animados a fragmentarse. Se perdieron en viejos cuentos reinventados y fueron miserables. Patalearon. Siguieron estirando de las cosas, arrimando cada uno el ascua a lo que pensaban que era su sardina, sin recordar que el mundo que no está hecho para todos recibe el sobradamente conocido nombre de infierno, y que la humanidad ha conocido más de los que querría. Y aquel ‘todos’ nacido de la evidencia en primavera se corrompió de nuevo en la decadencia que llevaban años construyendo o deconstruyendo, sólo que más cansados, más heridos, más desorientados, más asustados y más pobres.

El ángel pudo ver todo aquello, y también como con todo aquello tan asombrosas criaturas trenzaban sus afectos, ofrecían sus sacrificios y se mostraban resplandecientemente generosos.

Incompletos, imperfectos, errados y parcialmente ciegos, construían tanto lo más vil como lo más hermoso. Crónicamente tenaces, se levantaban una y otra vez siguiendo las misteriosas brújulas que oscilaban en su interior señalando una vía más grande que ellos mismos.

Los contempló, en medio de toda aquella tremenda distorsión aún sin fin, engendrando y teniendo a sus hijos, enamorándose, componiendo canciones, ideando proyectos, escribiendo libros, casándose y celebrando aniversarios, hilando ilusiones, amando y brindando como podían, haciéndose a lo que tenían…

Y por tercera vez, de un modo cada vez más inexplicable, el ángel se tendió sobre sus corazones temblorosos e imaginó con ansia cómo sería andar la vida con tal fragilidad milagrosa. Sólo una hora. Deseó ser humano sólo una hora para comprender, para palpar, aquella esencia tan emocionante.

Eran magníficos. Aunque no por lo que ellos creían, sino por lo que no conocían.

IV

A ella la encontró escribiendo. No se había puesto a esperarlo, como los otros años, pero es que aquel año no era como los anteriores. Le bastaba con reseñar la crónica desacostumbrada de su paso.

En otras circunstancias, probablemente su llegada habría cambiado la calidad de los encuentros, el espíritu de los preparativos. Sin embargo, en aquella ocasión ella no sabía cuánto ni qué corazón le quedaba, por lo que no aguardó.

El ángel atravesó la habitación llena de cosas. Estaban haciendo obras, lo cual acostumbra a convertir las casas en curiosos campamentos. No tropezó con nada. Se sentó en el suelo, a la altura de sus ojos, y se miraron: la que cada año lo había esperado y el que aquel día se había descubierto tres veces deseando ser humano por un rato.

Ella no supo qué estaba viendo él. Por su parte, se perdió en una inmensidad clara que la llenó de paz.

Aún les quedaba mucho por delante. Invierno, primavera…

Sonrió suavemente.

El ángel le rozó la mano. Después salió.

Dicen que aquella noche extendió las alas en el cielo, resplandeciente, anunciando la paz en la tierra para los hombres que quieren el bien aunque no sepan bien cómo.

 

Marian Quintillá