I
De pronto, la realidad cayó sobre nosotros.
La que habíamos llegado a sospechar que no existía o que podíamos crear y transformar a voluntad en todas sus dimensiones.
Qué grandes éramos. Como dioses de un Olimpo caótico, en el que cada uno persigue y canoniza sus complacencias hasta hacer preciso transformar, si es necesario, a las sacerdotisas en vacas o a los jóvenes en flores, fulminando con rayos, encadenando héroes o creando situaciones imposibles únicamente para el propio contento. A veces convertidos en hordas divididas, siempre contra algo o contra alguien, siempre orbitando alrededor de nuestros estrechos intereses. Ya teníamos dos plagas, la soledad y el egoísmo, pero los llamábamos independencia, y nada nos daba más miedo que algo que dábamos en llamar dependencia y que, sin embargo, era una forma de nombrar el amor.
De pronto, la realidad cayó sobre nosotros de modo que no podíamos escapar.
Aunque, para ser rigurosos, hubo quienes consiguieron refugiarse en una burbuja de evasión y creyeron vivir en la medida de lo posible como si nada estuviera sucediendo.
Era la realidad verdadera. No se creaba con discursos, ni soflamas, ni demagogias, ni opiniones, ni mitologías, ni sentimientos, ni derechos, ni declaraciones de adhesión o disidencia, ni decisiones mayoritarias. No respondía a argumentos convincentes o astutos. No desaparecía con trucos de prestidigitación, ni negaciones, ni gestos, ni manifiestos, ni leyes, ni frases lapidarias o inspiradas. No había dónde irse ni cómo engañarse.
Y tuvo que constatar el emperador, forzosamente, que estaba desnudo. Y casi todos veíamos, al fin, nuestra desnudez.
Así llegó la realidad hacia el final del invierno. Despertándonos de golpe de nuestro mundo estúpido, infantilizado, en el que cualquier cosa era posible e imposible y nosotros jugábamos a cambiarlo todo dejándolo, en realidad, todo igual.
Habíamos pasado tantas décadas aparentemente protegidos que habíamos perdido la verdadera perspectiva del mundo, la conciencia real de nuestro tamaño y, sobre todo, la experiencia de hasta qué punto nos necesitamos y dependemos los unos de los otros. Todos.
En poco tiempo se abalanzó la muerte y llegó el momento de decidir, sí o sí, cómo preservar o arriesgar la vida. Tanto la vida de los otros como la propia vida.
Descubrimos de golpe – después de batallar, de negar e incluso de indignarnos – lo que significa «no puedo», igual que también nos vimos enfrentados a ir comprendiendo qué es «hacer lo que yo puedo».
Se nos comió el miedo y nos transformó la urgencia. Fuimos al tiempo miserables y magníficos. Y sobre todo nos dimos cuenta de qué era lo que de verdad nos importaba.
El centro del tesoro de nuestro corazón, tan frecuentemente dejado atrás o postergado.
Nos deslumbró el valor de la gente querida, más allá de su edad, su fragilidad, su supuesta utilidad o su estado. La fortuna tan banalizada del amor y de la amistad. Descubrimos la precariedad de lo cotidiano. Nos vertebró el sentido del deber, ese que se descubre pleno cuando no nos manda nadie más que nuestro interior, ese guerrero que sabe que hay que hacer lo que hay que hacer y punto.
Nos volvimos sencillos porque hincharnos no servía de absolutamente nada. Nos volvimos humildes porque no sabíamos y no podíamos. Nos volvimos comunidad porque solos estábamos perdidos y juntos podíamos atravesar lo más difícil.
No nos habíamos convertido en algo que anteriormente no fuéramos (aunque quizá sí que descubrimos actitudes y respuestas nuestras que desconocíamos), tan solo nos habíamos reenfocado.
Y fuimos humanidad y familia.
En realidad, nada apareció ni desapareció. Continuaron las grescas y las batallas, las manipulaciones, las falsedades, el miedo, la desconfianza, la voracidad.
Nos descubrimos, nos desgastamos, nos hicimos conscientes de muchas cosas fundamentales y también nos alteramos como animales enjaulados. Si iba a venir por algún lado algún tipo de sabiduría, no sería una iluminación pura y diáfana, sino más bien una mezcla que habría que manipular con cuidado, desbridar con claridad y delicadeza y acrisolar.
Casi todos soñamos en algún momento con el resurgir de un mundo diferente, de un yo diferente, incluso desde nuestro escepticismo, pero lo cierto era que el mundo viejo y el yo viejo nunca se habían marchado.
II
Pasará el tiempo e, igual que se recuerda el precio humano que costó la gripe de 1919, seguiremos rememorando el del COVID de 2020 un siglo después. Lo que se irá olvidando, a medida que transcurran las generaciones, será la experiencia. La generosidad y el miedo. La valentía y el abandono. A cuantos, día tras día, mantienen funcionando el mundo sin plantearse el coste personal, o se esfuerzan sin denuedo para sacar adelante a todos los enfermos de la mejor manera que pueden hacerlo y arriesgándose a sí mismos.
El dolor, la consternación, el agotamiento, las pesadillas y cómo es encontrarse luego con todo lo que se ha ido rompiendo en el proceso.
Lo que está siendo necesario hacer, vivir, aceptar, por más terrible que resulte en ocasiones, por más que se nos rebele lo humano ante lo ineludible.
El encuentro, el aprendizaje que cada uno de nosotros está teniendo al cerrar la puerta de casa y vivir, semana tras semana, con la soledad o con las personas que hay a su alrededor. Miles de gentes, miles de casas, miles de situaciones, miles de universos.
Hemos dicho que no podremos salir de nuestro confinamiento siendo los mismos, pero lo cierto es que la gripe de 1919 no cambió el mundo a mejor. Sólo lo diezmó. Ni siquiera hubo una generación privilegiada de individuos con los ojos abiertos y la consciencia expandida. Pasamos de una guerra mundial a otra como quien juega al juego de la oca. Encadenamos guerras y posguerras igual que si a alguien le hicieran gracia.
Qué tiene que ocurrir y durante cuánto tiempo para que el corazón se nos abra, para que elija como morada principal la valentía en lugar de la mezquindad. Yo no lo sé.
Lo que sí creo es que, probablemente, todo sería bastante mejor sólo con que cada uno de nosotros viviera su día a día de un modo un poco menos mezquino y un poco más valiente, mirando un poco más hacia todos y un poco menos hacia el estrecho perímetro que somos capaces de concebir como propio.
Estoy segura de que sí que hubo gente que cambió en 1919. Algunos porque habían comprendido; otros porque se habían resquebrajado. De que el encuentro entre el miedo y el amor, entre el dolor y la generosidad, no acabó de la misma manera en cada corazón.
Nadie, nada nos cambia. Sí que se nos concede, por otra parte, la semilla del cambio, el tiempo desvelado en que la consciencia vio y el alma comprendió. La cerca rota. El momento íntimo. Saborear el coste y el vacío. Recobrar el gusto del amor.
Podemos tomarlo o perderlo y ambas elecciones serán respetadas por igual.
No habrá una revolución cósmica que nos lleve en brazos a ser menos capullos. Sólo el empeño diario de cada uno en la dirección que ese cada uno decida.
Ya están aquí las divisiones, las irresponsabilidades, las impaciencias, el descorazonamiento, las argucias, el resentimiento, el desdén, el olvido… Los podemos palpar. No es que nada de lo que hubo unas semanas atrás se haya perdido, es sólo que de nuevo nos estamos reenfocando. Como entonces. Y también como entonces, día a día tendremos que jugar con todo. No nos ayudará ninguna clase de pureza porque hace mucho tiempo que ni nos queda ni se la espera. Y la superioridad de habernos sentido buenos de cualquier modo, si es que tal seducción llega, convertirá el sacrificio en un obstáculo. Habremos de salvaguardar muy sencillamente las gotas de luz, las certezas descubiertas, sembrarlas y cuidarlas para que se enraícen, broten y crezcan. Para que la gracia que está trayendo este tiempo terrible, en el que aún estamos inmersos, del que aún nos queda bastante por atravesar, no se pierda.
Incluso a pesar de que la humanidad no se haya transformado, nuestra metamorfosis no esté cristalizada, veamos a unos y a otros dar marcha atrás a nuestro alrededor y ni una sola cosa se haya vuelto más fácil.
Al contrario. Vienen tiempos duros. Con qué corazón los viviremos a cada momento, el que da o el que araña, el que se arriesga o el que se repliega.
Qué tiene que ocurrir y durante cuanto tiempo para que nos rindamos a la realidad y a la vida, para que no busquemos reconstruir rápidamente nuestro carrusel de locura, olvidando el precio que pagamos y el que cabe que lleguemos a pagar.
Podemos elegir lo conocido, las maneras seguras de siempre, el sálvese quien pueda. Podemos también comprometernos una y otra vez para que – más allá de lo fácil, más allá de lo habitual – toda esta muerte, todo este dolor, todo este amor, toda esta entrega, todo este riesgo, todo este esfuerzo, toda esta comprensión, todo este cansancio, toda esta lucidez, toda esta lucha… no estén siendo ni hayan sido en vano.
Y si dejamos que hayan sido en vano, qué más tendrá que suceder.
Marian Quintillá
como dice Clarissa Pinkola «la tarea es….seguir haciendo la tarea»