I Saved My Soul (Vladimir Kush)

I Saved My Soul (Vladimir Kush)

Ni las derrotas ni las victorias son definitivas. Eso les da una esperanza a los derrotados, y debería darles una lección de humildad a los victoriosos.

José Saramago. La Voz del Interior On Line, Córdoba, noviembre de 2004

Ni las derrotas ni las victorias son definitivas, lo cual podrá favorecernos la humildad cuando vencemos y evitar que nos descorazonemos por completo cuando perdemos, pero nos deja a todos sin esperanza porque, por este camino de ganar o perder frente al contrario, que es el que más y mejor conocemos, la guerra nunca se acaba.

La historia la escribirán sin duda los vencedores. Y cuando las tornas se vuelvan, los perdedores que se han trocado en vencedores la reescribirán, para que vuelva con el tiempo a ser nuevamente escrita. Y así, tantas veces como cambie el viento, según las miradas, las leyendas, las glorias y los resentimientos con que nos identifiquemos unos u otros, buscaremos venganzas, deudas y revanchas que ya no nos corresponden, contra quienes ya no están para pagarlas, por lo que se ha ido hundiendo en la niebla, y olvidaremos lo que todavía continúa genuinamente vivo y necesitado de atención, y así nunca podremos comprender ni curar nada de verdad.

Rara vez una victoria no se consigue al precio de una derrota. Rara vez una derrota se olvida. Cuántos triunfos de ayer se convierten en motivos de oprobio y cuántos siglos han de pasar para que no hablemos sintiéndonos como si las reyertas del pasado que nos precedió fueran visceralmente nuestras.

Cuando yo era pequeña, la gente que había sufrido y luchado en la guerra civil estaba viva y los niños que conocieron aquel horror eran nuestros padres. Ellos sabían lo que aquella matanza entre convecinos había sido y lo que aún se arrastraba. En la intimidad y entre amigos, la gente hablaba. De vez en cuando, contaban sucesos terribles. Recuerdo cómo se laceraba mi sensibilidad mientras me crecían dentro imágenes que nunca olvidaría a pesar de no haberlas vivido. Prefería no saber. Así lo dije.

– No. Tenéis que saberlo para que no vuelva a ocurrir.

No lo entendía del todo, puesto que por entonces no era capaz de imaginar que alguien pudiera querer otra guerra. Me parecía que se trataba de una locura sobradamente superada, de tiempos lejanos y oscuros, que ninguna generación volvería a sufrir en nuestra tierra, pero en cualquier caso era tan importante que no sucediese de nuevo que me pareció bien hacerme recipiente de sus atroces memorias.

Dentro de menos años de los que nos gustaría, solamente quedaremos nosotros como testigos de aquellos testigos y, cuando desaparezcamos, esa guerra será una entelequia tan desencarnada como cualquiera de las anteriores.

Y no recordaremos lo importante. Lo más importante: aquello por lo que me presté a almacenar el horror en mi mente de niña.

– Allí no hubo ni buenos ni malos. Había mucho odio. Todos nos volvimos locos. Todos los bandos hicieron cosas horribles. Y eso no tenéis que olvidarlo. Eso no tiene que volver a pasar.

Retrepados en sillas de anea, con labores o vainas de guisantes en el regazo y pañuelos en la cabeza, con boinas, chaquetas usadas, gayatas y tabaco de liar, decían cosas que sólo comprendía en parte. Yo, de pie, al principio no llegaba a la altura de sus cabezas. A veces, en la mano, llevaba un bocadillo a medio comer.

– Fue una guerra entre hermanos y no tiene que volver a ocurrir.

Claro que no, pensaba. Pero temo que, después de ochenta años (cuarenta de dictadura y cuarenta más de democracia), a medida que vamos dejándolo lejos y perdiendo a quienes lo comprendieron en su propia carne, lo importante se nos está olvidando. Que la paz es difícil; la reconciliación, delicada. Que las victorias y las derrotas hay que deshacerlas con humanidad porque su carácter impermanente, más que humildad y esperanza, nos trae la guerra perpetua.

Después de morir Franco, vi salir a la calle a gente que había estado escondida en su casa desde 1939.

El pasado 16 de septiembre, falleció Ascensión Mendieta a los 92 años, mujer de corazón valiente que a los 91 había conseguido por fin sacar a su padre de una fosa común y enterrarlo con dignidad.

En todas las familias pueden enarbolarse muertos de cualquier signo que dejaron su casa mutilada para siempre.

Estamos dispuestos a abrir heridas, a escarbar en los dolores, pero no a limpiarlas, curarlas y dejar que se vayan cerrando.

Porque la guerra y el resentimiento no sólo son más fáciles, también son rentables para muchos a corto plazo.

Porque desde los bordes opuestos de un abismo la gente no puede mirarse a los ojos.

Pero todos perdemos.

Hace unos diez años, mi padre, independiente de todo partido y apasionado de la política, junto a quien me tragué, fascinada, durante mi adolescencia, interminables debates sobre el estado de la nación en aquella democracia recién nacida, empezó a decir que no lamentaba no llegar a vivir los tiempos que estaban por venir, que sentía mucho lo que nos iba a tocar soportar a nosotros. «No me gusta el mundo como viene – insistía -, cada uno sólo piensa en sí mismo y en lo suyo y los discursos de los políticos empiezan a parecerse a los del 36».

Nosotros pensábamos que interpretaba y auguraba las cosas así porque estaba envejeciendo. Lo cierto es que hemos logrado dividirnos, demonizarnos y no reconocernos mutuamente como nunca antes desde que celebramos, esperanzados por la ansiada y sobrecogedora reunión de las diferencias, que volvíamos a ser un país libre, imperfecto y plural.

Tome la forma que tome, ya puede volver a ocurrir.

Y ahora entiendo por qué aquellos que, ligados o no a mí por lazos de sangre, fueron mis mayores nunca me hablaron de buenos y malos sino de enajenación compartida y de una crueldad inefable, por qué quisieron transmitirme algunas de esas imágenes que nunca he sido capaz de relatar a nadie.

Porque cuando creemos que el precio de lograr un mundo más justo y más sabio no pasa por la integración sino por la destrucción del opuesto, cuando los tuyos o los míos se nos hacen más grandes que todos nosotros, tanto si lo parece como si no y por más normales que podamos sentirnos, ya nos hemos vuelto locos otra vez.

Marian Quintillá