La Boca de la Verdad (Iglesia de Santa María in Cosmedin. Roma)

La Boca de la Verdad (Iglesia de Santa María in Cosmedin. Roma)

 

«Todos hacemos lo que hacemos lo mejor que sabemos y con la honesta intención de estar bien»
(Joan Garriga. Diciembre de 1998)

Érase una vez un tiempo ya un tanto lejano en el que no conocíamos los euros, los móviles casi no se usaban, no se podía fotografiar nada con ellos, no se conectaban a Internet (¡por entonces estaba apareciendo Google y Hotmail y Amazon tenían solamente unos años de existencia!) y servían sobre todo para hablar por teléfono, Facebook no existía, ciertas personas amadas aún no habían nacido, a otras aún no las habíamos conocido y otras aún no habían muerto, un montón de acontecimientos de todo tipo estaban por suceder, éramos mucho más jóvenes y el mundo era en algunos aspectos bastante diferente. Y en ese tiempo estaba yo.

En realidad, como ya os habréis imaginado, decir que en ese tiempo estaba yo no es demasiado exacto. Esa yo que estaba entonces no era la yo que soy ahora sino otra que aún no había vivido todo cuanto ha ocurrido después ni había cambiado con ello. Era una yo que está dentro de mí, amalgamada e injertada con mútiples yoes posteriores que en realidad sospecho que son una, imbricada en la raíz de la tenacidad y la compasión que ahora conozco, entregada, pertrechada, titubeante y decidida, dispuesta a casi todo – incluido lo contraproducente o lo insensato – para lograr lo que entonces llamaba en mi fuero interno no sé si liberarme o sanar.

Era poco antes de la Navidad de 1998.

Tuve un sueño. Fue un sueño verdadero, de los que nos son enviados simplemente para que los vivamos.

Entre 1983 y 1989, había estado estudiando en Pamplona. En aquellos años, nos gustaba mucho ir a San Sebastián. A veces, subíamos al monte Igueldo y, entre otros entretenimientos, sacábamos papelitos del oráculo de la Boca de la Verdad para que, con su estilo irresistiblemente anticuado, nos desvelara lo más emocionante del porvenir. Esa Boca de la Verdad del monte Igueldo, está claro, en la vida real no era ni mucho menos lo mismo que la Boca de la Verdad original que encontramos en Roma, pero en mi sueño se mezclaron tan profundamente que sí que fueron una sola, además de mi propia y particular Boca de la Verdad.

Aunque en el mundo en el que me muevo solemos contar los sueños en presente para revivirlos en el momento en el que los relatamos, yo os lo contaré en pasado, del modo en que se refieren las historias, puesto que en realidad me sucedió vívidamente y punto por punto y, en consecuencia, historia es:

«Una noche de lluvia cerrada en la que apenas se veía, estando dormida en mi cama, me vi arrancada de ella por una gran fuerza y transportada en segundos a lo alto del monte Igueldo. A llegar, únicamente distinguía las siluetas de los árboles entre los que se levantaba una figura de piedra en la que descataba el rostro de una deidad antigua con la boca y los ojos horadados. En el suelo había charcos. La débil luz de la luna revelaba los restos de una lluvia reciente. No se oía nada pero en el aire flotaba algo claramente amenazador. Al verme ante la estatua, hasta entonces únicamente desconcertada, recordé sobrecogida.

La Boca de la Verdad.

Yo había estado allí en varias ocasiones cuando era estudiante. Además de divertirme mucho del modo en el que lo hacen los locos y los jóvenes, una parte de mi ser sufría profundamente y deseaba dejar de sufrir. Era así aunque prácticamente no decía nada sobre ello. En la última de esas visitas, sin que yo le hubiera pedido ni preguntado nada, la Boca de la Verdad hizo repentino uso de su enorme poder y me habló:

– Tienes los próximos quince años para curarte de ti. Si para entonces lo no has hecho tú a tu manera, lo haré yo a la mía.

A continuación, supongo que de algún modo sobrenatural, olvidé sus palabras, pero ya estaban pronunciadas.

Había vivido los siquientes quince años dedicada a sacar adelante mi vida y a procurar encontrar un lugar en el mundo en el que mi ser no chirriara como un hueso fuera de su articulación. Era consciente de que no estaba en paz, seguía componiéndomelas como podía con heridas no cicatrizadas tanto como la primera vez que me encontré ante la Boca. Así pues, era evidente que no había logrado curarme de mí misma, fuera aquello lo que fuese.

Miré a la estatua. La recordaba hasta el último detalle. Se disfrazaba de uno de esos artilugios de las ferias en los que uno echa una moneda, hace una pregunta acerca del futuro, mete la mano en una ranura y saca de ella un papel con la respuesta. Representaba una imponente cabeza barbuda de piedra con hondas fauces. Aquel juez – lo sabía íntimamente desde el principio – no conocía la clemencia, y su resolución, aunque acabara resultando sanadora, no sería por ello menos cruel.

Estaba irremediablemente sola. Podía respirar el peligro con tanta claridad como me constaba, aunque nadie me lo hubiera dicho, que no tenía manera de escapar de su sentencia.

– Bien – No hablaba la Boca de la Verdad, sino un individuo vestido con una túnica que había aparecido de repente a la izquierda de la estatua -, has tenido el tiempo que has tenido y has hecho lo que has hecho. Ahora, mete la mano derecha en su boca.

Para mi horror, adiviné de inmediato lo que iba a suceder. Había estudiado que un anatomista de la antigüedad empezó su tratado de anatomía con la descripción de la mano, ya que en su opinión era ésta – con la pinza fina y la oposición del pulgar – la que había permitido a nuestra especie desarrollar la escritura, las artes y la tecnología, y en definitiva, había hecho humano al hombre. Como era diestra, comprendí, ese yo que me atormentaba tenía su origen en mi mano derecha así que, cuando obedeciera, la Boca de la Verdad me la cercenaría de un mordisco, librándome así definitivamente de aquella parte malsana.

Ni se me ocurrió intentar evitarlo. Sabía que era una cita con mi destino. Ineludible. Iba a perder la mano. Con ella, desaparecería también ese yo que me atormentaba. Temía el dolor de la mutilación, pero me sabía sin esperanza. Además, pensé, con ello se acabaría sin duda el sufrimiento de mi existencia. El sufrimiento y todo lo demás: lo humano.

Amé – como nunca lo había hecho – lo humano, lo imperfecta, limitada y dolorosamente humano que estaba a punto de perder.

– Ahora, mete la mano derecha en su boca.

Lentamente y sin vacilar, introduje la mano derecha en la boca del monstruo. No cerré los ojos, pero los tenía fijos. Después de unos segundos larguísimos durante los cuales esperé, casi impaciente, la dentellada, noté un papel entre mis dedos. Como en las ferias, la Boca de la Verdad entregaba su resolución.

Saqué el papel, aliviada por seguir conservando la mano, pero continuaba inquieta porque sabía que allí estaban el veredicto y la sentencia. Me constaba con la misma claridad que la Boca de la Verdad sería implacable, que me curaría de mi misma sin piedad porque yo no lo había hecho a mi manera mientras tenía tiempo. Estaba llegando el día. Con él, la luz que me permitiría leer el decreto escrito en el billete siena. Tenía el corazón encogido mientras lo abría, preparada para el dolor que fuera necesario asumir.

Por dentro, era azul claro. Estaba escrito con letras desiguales de distintos colores, como si fuera un mensaje para niños. De él emanaba cierto tono de diversión suave y, sobre todo, una inmensa ternura. Me pareció oírlo reír mientras leía:

Ya puedes hacer todas las idioteces que quieras,

que yo te seguiré queriendo.

No puedo describiros lo que sentí.

La alegría – por llamar de algún modo a aquel estallido de vida – me subió desde los pies hasta los dientes, los ojos, los cabellos, las puntas de los dedos… Reía y lloraba, agradecida. Bailaba en medio del barro, salpicándome las piernas, mientras la primera luz de la mañana bendecía mi frente.»

Y así desperté, riendo y llorando porque había recibido un regalo de valor incalculable, sintiendo una emoción, una gratitud y un amor enormes.

Un poco más adelante, escribí en el cuaderno de anotaciones que en aquel tiempo llevaba: «Desde entonces, llevo tres días siendo feliz».

Sería magnífico, además de fantástico, deciros que a partir de aquel instante mi vida se transformó radicalmente, que no volví a sufrir, ni a perseguirme, ni a atormentarme con tonterías, que adquirí una lucidez prodigiosa, que se disolvieron mis dificultades, que comprendí enseguida cómo se articulaba en la práctica aquel amor sin condiciones con la más impecable responsabilidad, con el más entregado compromiso… Que la Boca de la Verdad, en fin, con su billetito, me había curado de mí drásticamente al tiempo que amanecía…

Pero, queridos, sé que sabéis que no es verdad. Sé que, desde vuestra propia experiencia, comprendéis que después de aquel despertar entusiasmado continuó el camino, que nada se me ahorró, que tuve que aprender como cualquiera a transformarme lentamente en este diario y complejo ejercicio de amar y ser amada, y en ello continúo.

Sin embargo, un día me miré y me di cuenta de que sí, de que básicamente aquel papelito con el que me había curado la Boca de la Verdad ya no estaba en mi mano, sino dentro de mí. Así son las cosas: se nos desvelan para luego, paulatinamente, concedérsenos.

En estas semanas, se cumplen veinte años del final de mi Formación en Terapia Gestalt. Lo celebro en mi interior prácticamente a la vez que celebro el final de la Formación de la última promoción de terapeutas a los que he tenido el privilegio de acompañar. Recuerdo que, en aquel momento mío de paso, tenía muy presente el sueño, a la vez como un misterio y como la clave que contiene un tesoro. No habían sido palabras inspiradoras: lo había vivido y no lo había olvidado, como tampoco lo he olvidado a estas alturas.

Conozco el milagro.

Y sé que también vosotros, queridos, en vuestros hermosos caminos de entrega y búsqueda, de encuentros, dificultades, dolores y disfrutes, de sanación y sobre todo de amor, sabéis de qué hablo.

Marian Quintillá