Me pregunto cuántas veces, antes de empezar una de nuestras  guerras, nos paramos a considerar con ecuanimidad todo lo que se perderá y se destruirá si la ganamos.

Y para que la ganemos.

Muy pocas. Como si eso no fuera también responsabilidad nuestra.

En realidad, semejante destrozo no era lo que buscábamos, no lo deseábamos, no era nuestra intención, nunca quisimos hacer daño… simplemente se interponía en nuestro camino mientras nosotros luchábamos para alcanzar nuestro legítimo objetivo. Así es la vida. O tú o yo… Hasta nos parecemos inocentes a nosotros mismos.

Y me pregunto cuántas veces miramos honestamente lo que hay en cada uno de los platillos de la balanza para darnos cuenta cabal de cuál va a ser el precio de nuestra victoria si la logramos. Y en qué medida lo que se malogre, nos golpee o no directamente, será más o menos valioso que lo que consigamos.

Cuánto valen mi satisfacción, mi voluntad, mi capricho…

No lo miramos por si acaso nos importa. Y cuando digo «nos importa» no quiero decir «nos conmueve», que es algo muy distinto que a menudo usamos como sucedáneo para sentirnos gente de bien a pesar de todo, sino «nos resulta lo bastante importante para hacer algo en serio al respecto».

A esa profundidad la llamamos debilitarnos.

Si antes de empezar cada guerra sopesáramos lo que se ganará y se perderá en total en cualquier caso, y no sólo lo que nosotros conseguiremos si ganamos o aquello sin lo que nos quedaremos si renunciamos o perdemos, iríamos a la batalla de otro modo, muchas guerras ya no llegarían a empezarse y quizá hasta podríamos resultar aliados en asuntos en los que no creíamos que pudiéramos aliarnos nunca.

Pero a esta capacidad para endurecer el corazón y no tener en cuenta más que lo que consideramos que nos atañe, que acaba resultando cobardía a la hora de mirar la realidad en su conjunto, la llamamos ser fuertes.

Me pregunto cuántas veces lloramos de verdad lo que se ha desmoronado por nuestra causa, y aún más cuántas veces podemos, antes o después, celebrar el beneficio que ha surgido de nuestra derrota. Cuántas veces ganamos con la humildad de comprender verdaderamente a qué coste ha tenido lugar nuestro triunfo y cuántas veces perdemos con la generosidad de dar por bueno lo que a costa de nuestra pérdida se ha conseguido.

Todo tiene un precio, pero no para encogernos de hombros y desentendernos a la manera de quien está de vuelta, sino para asumirlo. Cada vez que nos enfrentamos, incluso aunque sea desdeñándonos u odiándonos profundamente, estamos construyendo juntos una realidad diferente que no acostumbra a ser como ninguno pretendía.

Si pudiéramos verlo… Oh, si pudiéramos verlo. Si nos sentáramos al lado de nuestros contrincantes para contemplar juntos lo ganado y lo perdido, para asistir tanto al dolor como al contento… nada sería lo mismo.

Oh, y si pudiéramos mirarnos antes a la cara y comprender de verdad por qué luchamos y qué nos disponemos a destruir si destruimos… haríamos lo indecible para no tener que arriesgarlo, buscaríamos los más insospechados caminos, las más alocadas argucias, para encontrar otra salida que proteja lo tuyo y lo mío.

Lo sé porque lo he visto.

Marian Quintillá