Corren tiempos de elecciones. Y hablar de elecciones es hablar de política, ideologías, candidatos y partidos… pero, sobre todo, sobre políticos y corrupción. Y vienen a mi memoria algunas tertulias entre amigos en las que nos preguntábamos como era posible que algo tan odioso como la corrupción estuviera tan omnipresente en cualquier partido político que llevara un tiempo jugueteando con el poder.
Recuerdo que yo propuse la idea de que la corruptibilidad pudiera ser algo casi inherente al ser humano y muy influido por la cultura, especialmente, una como la nuestra. La reacción fue casi unánime: Nadie se consideraba a sí mismo corruptible y hubo cierta sorpresa cuando yo confesé, ingenuamente, que no consideraba que la vida me hubiese puesto suficientemente a prueba como para atreverme a hacer semejante afirmación sobre mí mismo.
Si yo pecaba de pesimista o ellos de ingenuos es algo que, en realidad, resulta imposible de saber. Y esto me llevó a reflexionar seriamente sobre lo poco que, en realidad, sabemos de nosotros mismos y hasta que punto la corrupción no estará tomando por sorpresa incluso al propio protagonista que se ve, de pronto, arrastrado al mismo lugar que todos aquellos a los que tanto reprochaba su deshonestidad antes de acceder a sus mismas cotas de poder.
De modo que… ¿Qué es preferible? ¿Poner nuestro futuro en manos de quien se siente incorruptible sin haberse puesto realmente a prueba basándose solamente en su adscripción a ciertos valores morales o determinado código ideológico? ¿O confiar en quien ha experimentado en propias carnes la dificultad de resistir el tirón de la tentación y que conoce, por lo tanto, el alcance de su debilidad? ¿Quién es más fuerte? ¿Aquel capaz de convencerse a sí mismo (y a los demás) de su desconocida fortaleza? ¿O aquel que es consciente de sus debilidades y tiene, por lo tanto, la posibilidad de saber hasta que punto puede resultar irresponsable exponerse a una caída?
No hay una respuesta fácil. Al menos, yo no la conozco. Pero si algo sé es que muchas veces las cosas no son como parecen ni como nos gusta creernos que son. Sobre todo, aquello que se refiere a los aspectos más feos o controvertidos de uno mismo.
Os dejo estas dos escenas de «El señor de los anillos» que, a su manera, hablan, precisamente, de esto mismo: Por supuesto, la relación con el poder (simbolizado por el anillo). Pero sobre todo, la enorme responsabilidad que implica estar dispuesto a no despreciar la capacidad de no enterarnos de que, a lo mejor, no somos tan fuertes como nos gustaría.
David Magriñá
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