Refugiado sirio besando a su hija que lleva en brazos

Un refugiado sirio besa a su hija mientras se acerca a la frontera entre Grecia y Macedonia, en septiembre de 2015 (Fotografía de Yannis Behrakis)

 

No importa cómo se llamaba. Era un hombre impecable, educado y atento. Al tiempo que sencillo, de su actitud se desprendía una admirable dignidad. Su sensibilidad mediterránea percibía y cuidaba los detalles pequeños y su intelecto inquieto, ávido, estudioso y nutrido conseguía sin esfuerzo que aprender y conversar con él fuera un placer. Lo conocí casualmente hace unos quince años y por un breve espacio de tiempo. Todavía le doy vueltas a su recuerdo de vez en cuando, y ese recuerdo suyo me evoca, a la vez que un profundo pinchazo de dolor e impotencia, una sensación cálida, hermosa y agradecida.

En algunos momentos, no sé si deseó que nos abriéramos a la luz de su punto de vista y cambiáramos con él o simplemente que lo comprendiéramos, anhelos muy humanos que todos practicamos. Creo que fue en una de esas contadas brechas de intimidad cuando, sucintamente, nos transmitió como quien lanza una saeta quizá la vivencia más honda e indeleble de cuantas timoneaban su corazón.

– Cuando era niño, un día  mi padre se fue a rezar a la mezquita y no volvió. Habían puesto una bomba. Después de eso, yo sólo puedo hacer una cosa.

Su voz, secundada por la expresión de sus ojos, sonaba a la vez contenida, determinada, apasionada y dura. No explicó más. Nadie replicó nada. Era uno de esos instantes en los que el silencio ni otorga ni deja de otorgar, pero parece claramente preferible a la impertinencia de andar hurgando con los dedos sucios en una herida tan difícilmente manejable.

Aunque la imaginación es la loca de la casa y mi casa puede ser bastante loca, lo cierto es que en realidad ignoro cuál era esa única cosa que él podía hacer y hasta dónde consideraba que debía llegar haciéndola, así que a partir de aquí la historia se convierte totalmente en mi historia.

Únicamente os diré que, al escucharlo, imaginé a todos los padres que un día salieron, no sólo camino de las mezquitas, sino de las sinagogas, de las iglesias, de los más diversos templos, de los trabajos, los mercados, los cafés, las asociaciones políticas, las casas de sus amigos, las panaderías… para jamás regresar, las familias cenando juntas en un restaurante, los niños jugando en la calle, la muchedumbre cogiendo por mil motivos el tren, los novios esperándose en las plazas, los turistas paseando de vacaciones… Todas las gentes amadas que salieron y no volvieron, o que estaban en casa y cayeron, segadas por la violencia, y dejaron a quienes las querían con una llaga incurable que, día tras día, les susurra o les grita que sólo hay una cosa que pueden hacer.

Imaginé también a cuantos, debido ni más ni menos que a esa única acción posible, y quién sabe si incluso de apariencia honorable, se convertirían en nuevas víctimas del tipo que fuese y darían lugar a nuevas desgarraduras frente a las cuales ellos o sus deudos sólo podrían hacer una cosa, a su vez.

No era un pensamiento dramático, sino trágico. Y triste.

La rueda infinita de agravios y venganzas, la justicia justiciera, la guerra que no se puede acabar.

Y ojalá al menos fuera indispensable un acontecimiento tan terrible, tan directo, para meternos en esa noria perpetua, pero no es cierto. Cualquier injuria, y a veces simplemente cualquier negativa o frustración, enaltecidas por nuestra arrogancia y nuestra sensibilidad herida, nos valen. Heredamos rencores, atesoramos afrentas, abonamos los resentimientos con nuestra mirada tuerta, dándonos corporativamente la razón… Lo que en nosotros debería ser comprensible, en los otros es imperdonable. Hasta reclamamos por ultrajes que no recibimos y hacemos responsables de ellos a quienes no los perpetraron. Vivimos en un mundo de fantasmas aterrados, airados y ciegos. Y tenemos tanta razón, por favor, en nuestras pretensiones, que cómo vamos a renunciar a ellas.

Mientras tanto, nos hemos dividido en nosotros y los otros. En esa división, nosotros conservamos la percepción de nuestra humanidad, pero hemos convertido a los otros (siempre basándonos en la evidencia, por supuesto) en monstruos malvados o en seres desdeñables de cuyas desastrosas intenciones debemos, obviamente, defendernos y cuyos ataques y faltas de respeto no debemos, por supuesto, tolerar.

Monstruos malvados o seres desdeñables que deben ser excluidos. Erradicados.

La mayoría de las guerras se gestan egoístamente, estúpidamente y, por supuesto, irresponsablemente. Luego, basta una chispa. Y ya.

Cuántas guerras llevamos a las espaldas. Hace un tiempo, me lo preguntaba. En cuántas estamos metidos cada uno de nosotros a día de hoy.

Este lugar al que hemos ido a parar no es nuevo, sólo está cada vez más al rojo vivo, más desquiciado. Más cerca de estallar y, desde luego, de desear hacerlo. Para luego arrepentirnos del horror, de las pérdidas o de todo.

Ayer me acordé del hombre cuyo nombre no hace falta conocer – aunque no habría nada indigno para él en ello, sino una falta de respeto a su privacidad – y de tantos otros, respiré el aire encabronado que estamos avivando, y experimenté una certeza que no es original, pero sí probablemente irritante o majadera.

Necesitamos gente capaz de morir sin matar, de no dejar como legado la semilla de una nueva muerte o de una destrucción que perpetúe el conflicto, que haga más honda la llaga para los que vengan luego.

Necesitamos gente capaz de perder sin clamar venganza, de encajar el dolor sin alimentar el resentimiento.

Gente capaz de comprender, de aproximar, de renunciar, de entregarse.

Capaz de vernos a todos como un solo nosotros complejo, variopinto e imprescindible.

De acogernos a todos. De trabajar por todos. De vivir por todos. De morir por todos.

De amar, y no solamente de querer.

Y eso, aparte de parecer en un primer momento lo más idiota, es lo más difícil pero también lo más bello que puede hacerse.

Lo único que al final acaba teniendo sentido.

Lo que permite que podamos celebrar juntos y alegrarnos, que nuestras efemérides no tengan como centro recordar cómo y cuan eficazmente nos hemos estado pisoteando a lo largo de los tiempos, que la mayor parte de nuestras revoluciones más sonadas dejen de consistir en matar moscas – y lo que no son moscas – a cañonazos.

Y pasar del miedo al amor, de la contienda a la paz, de la amargura a la plenitud, de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la vida, del invierno a la primavera.

Es curioso pero, no obstante la aparente debilidad o hasta ingenuidad de tales elecciones, para algunos, en el apretado tejido del dolor del mundo, es la única cosa que pueden hacer.

Ayer volví a acordarme de él, de su corazón desde mi corazón. No importa cómo se llamaba pero no he olvidado su nombre.

Marian Quintillá