Hace algún tiempo, leí en Facebook un artículo de Marta Fernández titulado «No te enamores de cobardes» (podéis seguir el enlace en el título). El artículo estaba bien construido y transmitía un mensaje tan sencillo como probablemente estimulante con el que, parezca lo que parezca, no pretendo entrar en controversia. Simplemente, en las semanas posteriores no pude evitar darle vueltas a la sensación con la que me había quedado y ampliar mis reflexiones sobre cobardes y valientes. De ahí fue surgiendo este escrito. Gracias por la inspiración.

 

Fotograma de "Casablanca" con Humphrey Bogart y Claude Rains mirando marcharse el avión

Fotograma de la película «Casablanca» (1942) con Humphrey Bogart y Claude Rains

 

Esos cobardes de los que no convenía enamorarse éramos nosotros, cada uno a nuestra manera, encogida, osada o formal, disfrazada con tantos y tan coloridos ropajes (imperturbabilidad, alegría, ira, intensidad, modestia, melancolía, trascendencia, racionalismo, convicción, pasión, duda, poderío, excentricidad, transgresión, educación, apocamiento, desvergüenza…) que habrían podido dejar atónito a un camaleón.

Todos teníamos bien pertrechado el lugar desde el que estábamos evitando la vida, y en ocasiones nos batíamos en retirada y dejábamos marchitarse las oportunidades como el más paradigmático de los miedosos, y en otras huíamos hacia delante quemando gentes, obras valiosas y relaciones, dejando el campo de batalla igualmente arrasado y estéril aunque con la apariencia de que una fuerza arrolladora había pasado por él, o mareábamos la perdiz construyendo aquí y allá todo menos aquello que precisaba ser construido, llenando la existencia de ocupaciones y lastres, pero nadie habría podido acusarnos de estar inactivos…

Si la abuela de Oskar Schell («Tan fuerte, tan cerca«) hubiera seguido el consejo de Marta Fernández y le hubiera transmitido con éxito a su nieto el mensaje «No te enamores de cobardes», habría contribuido a cerrarnos los caminos al amor porque, ¿quién que realmente se conoce a sí mismo puede no acabar reconociéndose, a su peculiar manera, un amante cobarde?. O dicho de otro modo, ¿quién merecería, entonces, ser amado?. Sin embargo, le dice otra cosa mucho más real y quizá hasta más útil: «Lamento que haga falta una vida para aprender a vivir, Oskar, porque si pudiera volver a vivir mi vida, haría las cosas de manera distinta».

Pero es que, para aprender a vivir, hace falta una vida, y esa desconcertante evidencia forma parte del misterio de la vida misma.

Recuerdo el desparpajo y el arrojo con el que hice muchas cosas, algunas de las cuales rozaron – o lo que hicieron fue más que rozarlo, quién sabe – lo escalofriante, en la adolescencia y también en la década de mis veinte e incluso mis treinta años. No fue por valentía sino porque aún no alcanzaba a sentir de verdad el miedo, o al menos ese miedo. Notaba el más temprano, el que ya me estaba agarrando desde muy pronto, como a todos los niños, pero no el otro, el que nos tumba y nos enseña a mirar el corazón del de enfrente con verdadera compasión.

Esos majaderos que, creyendo tomar las mejores decisiones, se apartaban una y otra vez del camino auténtico, haciéndose daño y haciendo daño a quienes tenían al lado, éramos nosotros. Siempre nosotros. Todos nosotros. Dispensadores de reproches y acreedores a reproches. Por miedo no hicimos y también por miedo hicimos un montón de convencidas estupideces para comprender muchos años más tarde dónde nos estaba llevando aquella quimera y cuál era la parte desgraciada de su precio. Por miedo a aceptar la vida como es en lugar de como nos gustaría que fuera: poblada por amantes valerosos a los que entregarse sin riesgo y lo bastante clara para aprender dónde poner los pies antes de meter la pata.

Sin embargo, también abrimos camino. Y en ese baile de aderezadas cobardías, nos encontramos de pie en el filo del abismo, en presencia de la claridad que da experimentar que cuanto parecía familiar resulta, en verdad, bien mirado, confuso, o que aunque la realidad sea compleja, lo importante acaba mostrándose, llegado el momento, sencillo.

Éramos esos cobardes de los que no convenía en modo alguno enamorarse. Habíamos pasando años esquivando la realidad, chapoteando para mantenernos a salvo y conseguir sueños y logros, cuando la vida nos puso despiadadamente a prueba. Y con la lenta, silenciosa transformación que se produce amando y siendo amados cobardemente, sucedió que en esas telarañas de amor impaciente, descontento y barato en las que habíamos perdido tanto tiempo, ésas que en un mundo sabio y bien aconsejado no deberían haber tenido ocasión de existir, misteriosamente hallamos construido un entramado de cables de acero. Desorientados, pusilánimes, tahúres y, sobre todo, inconscientes de ello, nos habíamos ido dejando infestar por el amor como quien no ha detectado a tiempo un parásito peligroso y prolífico.

Y resultamos los amantes más tenaces, los más deseables compañeros. Nosotros, los cobardes de quienes nadie que se quisiera bien a sí mismo debería haberse enamorado. Por el mero hecho de haber conocido y experimentado profunda, obstinada, imperfectamente el amor.

Claro que, para entonces, ya había pasado un buen trozo de la vida, con vidrios rotos, errores sin remedio y oportunidades desgraciadas. «Lamento que haga falta una vida para aprender a vivir, Oskar, porque si pudiera volver a vivir mi vida, haría las cosas de manera distinta». Pero el coste de vivir es justo ése y no queda más que pagar el precio y seguir adelante. En eso consiste, al final, ser valiente. Lo importante, Oskar, es lo que hacemos con la vida que queda, dure años o minutos, y aunque se siga jalonando a nuestro pesar de inevitables actos de apocamiento.

Es posible que la única cobardía incurable, la que nos encadena perpetuamente a la esterilidad y la amargura, no sea otra que la de contemplar nuestra propia cobardía cobardemente.

Marian Quintillá