A veces no hay ganas, ni fuerzas, ni ilusión, ni impulso, ni inspiración, ni convicción,  ni sentido, ni sentimiento.

Ni claridad, ni entusiasmo, ni sabor, ni energía.

Ni luz. Ni esperanza.

A veces sólo queda algo de lo que sabemos y eso que sabemos no es mucho.

Flotamos en un vacío incierto, amortiguado, sintiendo una vaga angustia que sólo parece aliviarse con la inmovilidad. Como si así pudiera pararse el tiempo durante algún tiempo.

Se diría que estamos secos. Y, aunque nuestros recuerdos nos digan lo contrario, no entendemos cómo hemos podido estar alguna vez de otra manera.

Ni siquiera tenemos el incómodo consuelo de la noche oscura. Se trata de la anestesia, de la nada.

A veces hay nada, pero el tiempo continúa y no nos queda más remedio que seguir haciéndonos cargo de nosotros mismos. De nuestro cometido.

Abandonaríamos. Nos abandonaríamos. No sólo lo haríamos: lo hacemos.

Como si hacer, ser, estar… dependiese de lo que sentimos, lo que queremos, lo que creemos, lo que nos sale…

Y no. No exactamente.

Por encima de las zozobras y los altibajos de nuestros estados, o quizá por debajo, hay un río profundo que continúa marcando su ruta con la sabiduría tenaz con la que la naturaleza se desarrolla y la esencia busca su plenitud.

Esta capacidad forma parte del núcleo del Guerrero.

La llamamos disciplina: la facultad de hacer lo que debemos, lo que sabemos que queremos, lo que precisamos… le veamos o no el sentido, tengamos o no ganas.

La llamamos impecabilidad: la facultad de dar lo mejor de nosotros mismos a cada momento, sea lo que sea dar a cada momento lo mejor de nosotros mismos.

Es una decisión voluntaria y continuamente renovada.

La destreza de hacernos dueños de nosotros en lugar de esclavos de nuestras vicisitudes.

La aptitud para continuar a ciegas, a sordas, a mudas, en los tramos del camino en los que parece que ya no queda nada.

Es un salto de fe. De valor. De constancia.

De libertad profunda y obstinada.

Marian Quintillá