Fotograma de la cena de Navidad de "Canción de Navidad" de Zemeckis

 

Dejaron en la puerta las capas, las botas, las corazas. Colgaron en la entrada los arcos. Apilaron en un baúl las espadas y en los cajones de la cómoda quedaron las dagas, los punzones, las agujas, las armas de fuego…

Abandonaron en siete cestos las ideas, las filosofías. Embutieron en el paragüero los conceptos y los pergaminos en los que habían consignado las polémicas.

Aparcaron las revoluciones.

Suavizaron las miradas que habían encallecido sus creencias.

Se fueron olvidando el frío por las escaleras, peldaño a peldaño, y al llegar arriba fueron recibidos con copas de vino caliente, azúcar, piñones, clavo y canela.

En la chimenea, ardía un fuego alegre. Sonaba la música de las Navidades de cuando eran niños. Olía a guiso caliente, a leña, a volver a casa de una vez…

Ella, vestida de terciopelo de vivos colores, los iba abrazando uno a uno. Él los llevaba del brazo a cómodos asientos.

– ¿Cómo fueron vuestros viajes? ¿Qué habéis encontrado a lo largo y ancho del mundo?

Entonces, se desencadenó la algarabía de tantos relatos a la vez, de tantas aventuras, descubrimientos, maravillas, heridas, horrores…

Ella lo escuchaba todo desde el fondo de su corazón. Él asentía con la cabeza a cada una de las palabras que flotaban suspendidas en el aire.

Cuando ya no quedó nada más que decir, todos lo sabían todo, todos sonreían y también todos tenían los ojos llenos de lágrimas.

Se alegraron los unos por los otros. Se perdonaron los errores deseando sinceramente no volver a cometerlos más. Se estrecharon las manos.

Y después se sentaron a la mesa.

Inclinaron las cabezas sobre los platos mientras, en el silencio, se les hacían presentes sus muertos queridos. Tan fuerte y tan unidos los amaron que lograron atravesar el velo de lo intangible y notarlos, etéreos, en sus corazones y a su lado. Ni siquiera los más sabios y los menos sencillos, que suelen ser quienes tienen más dificultades con este tipo de evidencias, dudaron.

Abundó la comida. Corrió el vino. Cantaron. Compartieron dulces. Nuevamente cantaron…

No hicieron nada extraordinario.

Rieron. Mucho. Casi todo les parecía conmovedora, misericordiosa, livianamente divertido. También miraron con dulzura – cosa que rara vez les era fácil – las llagas y las cicatrices.

Las del mundo.

Las suyas.

Tocaron instrumentos musicales. Pusieron discos. Danzaron. Se acostaron muy tarde.

Y, como diría Ursula K. Le Guin, en el libro de sus vidas hay una página donde la música suena, la nieve cae tras los cristales y, en el centro del salón, mientras todos los contemplan felices, ella y él permanecen eternamente bailando.

Marian Quintillá