Mujer con los ojos cerrados

 

Con los ojos cerrados, podía notar el peso de su instructor desplazándose sobre el tatami con más precisión que cuando los tenía abiertos. Era una forma diferente de percibir y ella misma era una guerrera diferente. Al cerrar los ojos, entraba en otro mundo, a la vez más difícil y más simple. Detener el pensamiento, centrarse, aguzar los sentidos, notar el cuerpo y a través del cuerpo. Esperar.

También podía poner mejor los pies, sentir si estaba alineada, si su posición era correcta.

Mirar era vital, claro, para parar un golpe, para lanzarlo… pero cerrar los ojos la sumergía en un mundo de calma en el que la batalla, paradójicamente, se hacía mucho más sencilla.

No responder hasta no notar al adversario. No preparar. No intentar saber. No imaginar. No pensar. No anticiparse.

Escuchar. Sentirse. Completamente.

Con los ojos cerrados, confiar caía por su propio peso, no porque fuera inevitable, sino porque era necesario.

Cuánto ruido se generaba en su interior sólo con abrir los ojos: ideas, exigencias, previsiones, errores técnicos… No estaba mal: decir que ver tenía tan sólo desventajas no iba a convencer a nadie, empezando por ella. Pero era mucho más cansado.

Se preguntaba cómo podría lograr ser, con los ojos abiertos, la guerrera de los ojos cerrados.

Así que entró en su cámara, cerró los ojos y se sentó a conocerse.

Lo primero que llegó fue la paz. Con la paz, la libertad. También la certeza de que no podía distraerse sin ponerse en peligro: un animal en Babia con los ojos cerrados es una presa más que fácil.

El suelo, el aire, los sonidos, el tacto… todo vibraba sin forma. Se volvía evidente. Un mundo desconocido.

Quizá, intuitivamente, lo lógico habría sido tener más miedo, pero sucedía al contrario. Hasta sus músculos resistían más sufriendo menos.

Estaba de una pieza.

Fuera, con la luz, el caos. La diversidad, el desorden, las manipulaciones, las miradas, las fintas…

Dentro, en la oscuridad, los cálculos le venían de otra parte. No es que no hubiera mundo, es que desaparecían los espejos, la feria y el carnaval.

Con los ojos abiertos, llevaba tanto tiempo medio perdida que casi no se daba cuenta. De un modo intelectual, sí, desde luego: «Esto me hace daño, necesito silencio…» pero, a la hora de la verdad… Doble tarea, la de ver a través de los juegos de luces y sombras y la de realizar el trabajo.

Con los ojos cerrados, lo descentrado recobraba la línea. Centrada y ciega. Tampoco era la mejor manera de vivir.

Centrada y ciega, se dijo.

Centrada y ciega, aprendiendo a mirar poco a poco.

Y le entraron la lentitud, la calma.

La necesidad y el deseo de que fuera el instinto lo que le cubriera la espalda.

 

Así permanece, explorando en el ver y no ver, perdiendo el terreno de lo acostumbrado para conocer con más profundidad. Torpemente, de momento. Arriesgándose a no ver llegar. Descubriendo cuánto puede captar que le pasaba desapercibido, cuanto puede centrar que se le dispersaba sin remedio.

Qué es un Guerrero sin centro.  Un conjunto de historias, herramientas y fantasías, un ego disfrazado de vencedor, de mediador o de justiciero. Se lo llevan sus demonios, sus sufrimientos, sus cuentos, sus placeres, sus sirenas…

Nunca hace falta más disciplina que en tiempo de paz. Por eso, ella sigue cerrando los ojos, para buscar más hondo, para alcanzar la versatilidad del junco que se yergue o se agacha, para oír con la piel, vislumbrar con las articulaciones, abrir los párpados recuperada la inocencia y tomar al fin el don que, hace mucho, pero mucho tiempo, le regaló el viejo sabio de la montaña.

La capacidad de ver las cosas como son. 

Marian Quintillá