Esta mañana estaba pensando que el insulto, el rechazo y la burla se encuentran entre las refinadas formas de violencia de las sociedades aparentemente «pacíficas», que los mesías de salón tienen el terreno más que bien abonado y que la intolerancia del pensamiento políticamente correcto en sus diversas vertientes disfraza un escalofriante y puritano empeño en uniformar.
Marian Quintillá
Ningún pueblo, ninguna época, ningun hombre de pensamiento se libra de tener que delimitar una y otra vez libertad y autoridad, pues la primera no es posible sin la segunda, ya que, en tal caso, se convierte en caos, ni la segunda sin la primera, pues entonces se convierte en tiranía. No cabe duda de que en el fondo de la naturaleza humana hay un misterioso anhelo de autodisolución en la colectividad. Nuestra ancestral ilusión de que podría forjarse un sistema religioso, nacional o social que brindara a toda la humanidad la paz y el orden definitivos es indestructible. El Gran Inquisidor de Dostoievski demuestra con cruel dialéctica que, en el fondo, la mayoría de los hombres teme la propia libertad y que, de hecho, ante la agotadora variedad de los problemas, ante la complejidad y responsabilidad de la vida, la gran masa ansía la mecanización del mundo a través de un orden terminante, definitivo y válido para todos, que les libre de tener que pensar. Esa nostalgia mesiánica por una existencia libre de problemas constituye el verdadero fermento que allana el camino a todos los profetas sociales y religiosos. Cuando los ideales de una generación han perdido su fuego, sus colores, un hombre con poder de sugestión no necesita más que alzarse y declarar perentoriamente que él y sólo él ha encontrado o descubierto la nueva fórmula, para que hacia el supuesto redentor del pueblo o del mundo fluya la confianza de miles y miles de personas. Una nueva ideología – y ése es por cierto su sentido metafísico – establece siempre en primer lugar un nuevo idealismo sobre la tierra, pues cualquiera que brinde a los hombres una nueva ilusión de unidad y pureza, apela a sus más sagradas fuerzas: su disposición al sacrificio, su entusiasmo. Millones y millones, como si fueran víctimas de un hechizo, están dispuestos a dejarse arrastrar, fecundar e incluso violentar. Y cuanto más exija de ellos el heraldo de la promesa de turno, tanto más se entregarán a él. Por complacerle, sólo para dejarse guiar sin oponer resistencia, renuncian a aquello que hasta ayer aún constituida su mayor alegría, su libertad. La vieja ruere in servitium de Tácito se cumple una y otra vez, cuando, en un fogoso rapto de solidaridad, los pueblos se precipitan voluntariamente en la esclavitud y ensalzan el látigo con el que se les azota.
Para cualquier hombre de pensamiento no deja de haber algo conmovedor en el hecho de que sea siempre una idea, la más inmaterial de las fuerzas que existen sobre la tierra, la que lleve a cabo un milagro de sugestión tan inverosímil en nuestro viejo, sensato y mecanizado mundo. Con facilidad se cae así en la tentación de admirar y ensalzar a estos iluminados, porque desde el espíritu son capaces de transformar la obtusa materia. Pero fatalmente, estos idealistas y utopistas, justo después de su victoria, se revelan casi siempre como los peores traidores al espíritu, pues el poder desemboca en la omnipotencia, y la victoria, en el abuso de la misma. Y, en lugar de conformarse con haber convencido de su delirio personal a tantos hombres, hasta el punto de estar alegremente dispuestos a vivir e incluso morir por él, todos estos conquistadores caen la tentación de transformar la mayoría en totalidad y de querer obligar incluso a aquellos que no forman parte de ningún partido a compartir su dogma. No tienen suficiente con sus adeptos, con sus secuaces, con sus esclavos del alma, con los eternos colaboradores de cualquier movimiento. No. También quieren que los que son libres, los pocos independientes, les glorifiquen y sean sus vasallos, y , para imponer el suyo como dogma único, por orden del gobierno estigmatizan cualquier diferencia de opinión, calificándola de delito. Esa maldición de todas las ideologías religiosas y políticas que degeneran en tiranía en cuanto se transforman en dictaduras se renueva constantemente. Desde el momento en el que un clérigo no confía en el poder inherente a su verdad, sino que echa mano de la fuerza bruta, declara la guerra a la libertad humana. No importa de qué idea se trate: todas y cada una de ellas, desde el instante en el que recurren al terror para uniformar y reglamentar las opiniones ajenas, dejan el terreno de lo ideal para entrar en el de la brutalidad. Hasta la más legítima de las verdades, si es impuesta a otros por medio de la violencia, se convierte en un pecado contra el espíritu.
Stefan Zweig. «Castellio contra Calvino» (1936).
Amén