Cuando teníamos veinte años, un amigo solía decir «Bienaventurados los mansos porque ellos llevarán cencerro». Al oír esa frase, había una parte dentro de mí que vibraba impetuosamente con ella. No habíamos nacido para ser mansos, animales que parecían precisar de una desagradable intervención quirúrgica para convertirse en tales, sino para ser rebeldes, indomables, irreductibles, libres… Para luchar, y conseguir, y transformar, y denunciar, y barrer lo indeseable, y cambiar el mundo de una vez por todas como no lo habían conseguido hacer los que vivieron antes. Mi padre me hablaba de cómo lo que él valoraba cada vez más en su vida era la paz; yo me enfrentaba contraponiendo que para mí lo más importante de todo, lo más básico, era la libertad, y se lo discutía como si ambas cosas, en lugar de hermanarse, se opusieran. En una ocasión, siendo yo adolescente, mi madre, con el delantal puesto (creo recordar que mientras freía unas croquetas, aunque a lo mejor este detalle me lo estoy inventando y cocinaba otra cosa), me dijo, quizá ya harta de oírme y de tener paciencia: «¡’Yo quiero ser libre’!¡’Yo quiero ser libre’! ¡Desde que eras así – levantó la mano a unos setenta centímetros del suelo – llevo oyéndote decir ‘Yo quiero ser libre’! ¡¿Pero acaso tú tienes idea de lo que es ser libre?!».
Recuerdo que me quedé fascinada y muda, con los ojos abiertos, contemplando a esa madre inaudita que de pronto me hablaba desde su edad en lugar de escucharme desde la mía, y no porque yo no tuviera respuesta a su pregunta (en aquel tiempo, por lo que recuerdo, no éramos capaces de quedarnos sin respuestas: nos iba en ello la vida), sino porque de repente me dejaba ver, por un momento, la complejidad de la experiencia que llevaba a su espalda y que yo habitualmente, atareada en diferenciarme, ni siquiera me ocupaba de mirar. No entendí qué me pasaba, pero me dio vértigo.
Claro que lo sabía. Ser libre era darle cancha a la fiera que llevaba en las entrañas, romper la jaula que sentía a mi alrededor para lograr lo que deseaba, hacer lo que creía y dejar mi estela por el mundo. Era radical, justiciero, romántico, bello como las leyendas que queremos creer o las historias que contamos acerca de aquellos a quienes hemos amado. Era el viento de cara, el pelo suelto, el mar del norte, el descaro y una valentía contrafóbica muy, pero que muy, excitante.
Se podía vivir y morir por eso. No en cambio, por la paz en sí misma, que era un asunto más bien insulso que dejaba las entrañas en calma y sobre la que, en el fondo, no merecía la pena escribir canciones, salvo si acaso para llamar a la lucha que la iba a traer o para ensalzar la desesperación de haberla perdido. La paz estaba para pelearse por ella, no para vivir en sus brazos.
Yo no quería paz. Quería vida. Y en paz están, en todo caso y con suerte, los muertos.
Ahora, en cambio, eso es exactamente lo que quiero. Quiero paz. La libertad y la vida, ya las tengo. La vida, ovbia, abundante como una inundación, inmune a la inmovilidad y al aburrimiento, cierta y fuerte sea o no sea vista, valorada o reconocida. La libertad, en mi mano: exactamente la que quiera darme. Sé dónde está la puerta. Si decido salir o elegir quedarme dentro con el pie atrapado en un cepo, es cosa mía. No soy su dueña, sí su administradora. Nadie forja los hierros de mi jaula, ni tan siquiera la adicción o la impotencia.
La paz, en cambio…
Quise firmar la paz, pero no pude.
Tenía razón, amor propio, miedo, derecho, agravios, necesidad de hacerme respetar, carencias, dolor genuino… Quise firmar la paz dentro de mí pero la fiera se iba despertando, rugiendo, llenándome los ojos de furia abrasadora sin que me diera cuenta. Iba y venía. Ahora paz y dolor. Ahora dolor y guerra. Ahora respiro y veo. Ahora muero y mato de mil maneras. Qué agotamiento. Qué tristeza. Y si no hubiera tenido amor, no me habría dado cuenta.
Ahora quiero la paz porque la necesito. Cómo tener corazón, si no. Instintos, sí; sentimientos, claro; emociones, por descontado; pensamientos, a mansalva. Corazón… El corazón tiene los dos pies sobre el suelo, las entrañas templadas, la mirada clara, compasión, respeto y la mente libre. No hay eso sin paz. Y esa paz, nadie puede proporcionarla ni quitarla.
Ahora quiero la paz. Dentro, como decía David hace unos días. Y dentro está la fiera resistiéndose a pagar el precio.
Ésta es la prueba del Guerrero.
La de la paz y la del amor, ambas profundamente unidas.
Felices los que consiguen pacificarse porque conservarán el corazón en medio de la locura, porque no se dejarán arrastrar por sus cegueras o por sus mezquindades, o por el río que nos esté llevando a todos, porque construirán la verdadera paz. Para mí no es fácil. Me apasiono. Sería más cómodo, más confortable, hundirme en esas pasiones mías, que las tengo, en mis creencias, preferencias y amores, que los tengo, en mis indignaciones y reivindicaciones, que las tengo, fundirme en el calor de aquellos que podrían reforzarme, apoyarme, protegerme… darme rienda suelta y no preocuparme de ver más que eso tan claro que ya veo. Encontrar motivos para acabar rindiéndome a todo esto. Perderme. Perdernos. Perderos. Hacer un mundo simple e infantil donde las batallas fueran planas y hubiera superhéroes y supervillanos, genios e idiotas, dentro y fuera de mí. Echar más leña al fuego y a mi fuego.
Resulta que, contrariamente a lo que antes creía, aunque un animal castrado tienda a volverse manso (y eso dé lugar a confusiones), manso no es ni mucho menos sinónimo de castrado, y existe entre los animales no castrados una mansedumbre que no implica indefensión y que tiene la capacidad de encauzar la bravura, mucho más reactiva.
No creo que pueda llegar a tener el corazón en paz, a favorecer la paz a mi alrededor, si no logro armarme de un valor, un amor, una resolución, una tenacidad y una serenidad mucho mayores que los que me hacen falta para lanzarme a esas grescas que, como a tantos o como a todos, me llaman. Tenerlos muy bien puestos. Particularmente bien puestos.
«Yo lo que valoro cada vez más en mi vida es la paz»
«¿Pero tú sabes lo que es ser libre…?»
¿Y vosotros sabéis lo a gusto que me comería esta noche esas presuntas croquetas, hablando juntos de todo esto alrededor de la mesa del comedor?
Marian Quintillá
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