Dice la tradición que en julio de 1981 la Virgen se apareció a unos niños en un pueblecito perdido de la antigua Yugoslavia, actual región de Herzegovina, llamado Medjugorje. El primer mensaje empieza con la siguiente frase:

MIR, MIR, MIR – I SAMO MIR!

Que traducido del croata significa: PAZ, PAZ, PAZ – Y SÓLO PAZ

Este lugar se ha convertido, desde entonces, en lugar de peregrinación. Y este mensaje, en una especie de himno, de lema, que se encuentra por todas partes. La realidad, muy difícil de explicar, es que muchos peregrinos vuelven transformados, más allá de si son creyentes o no, encontrando, bajo esta apariencia de sencillez, una verdad y una profundidad  abrumadoras.

Piedra con el mensaje de Medjugorje

Piedra sobre la que se encuentra grabado el mensaje (Medjugorje, Bosnia-Herzegovina)

Paz, claro que sí. Parece sencillo. ¿Qué loco no estaría de acuerdo con esta afirmación? Pero claro, no basta con que yo solo quiera la paz. El otro también debe quererla, porque si no, por mucho que yo haga, si el otro me agrede, me invade, me ofende… pues no voy a ser tan tonto de quedarme tan tranquilo. Y, además, la paz debe tener condiciones, a ver si con la excusa de la paz van a abusar de nosotros, de nuestros derechos, de nuestra dignidad, ¿verdad que sí?

Pues sí, va a resultar que sencillo no es igual a fácil. Algo tan simple como la paz encierra una realidad tremendamente complicada y difícil de alcanzar.

Que quede claro: como ya varias veces he comentado, la paz NO es la ausencia de guerra. La paz se consigue al acabar las guerras. La guerra es inevitable, está en todas partes y, especialmente, en el interior de nuestros corazones. Tengo la firme creencia de que no hay una sola guerra que no sea sino una expresión externa de nuestra propia guerra interna. Y sé que es una opinión aventurada. Claro, hay guerras justas, las que se libran contra el opresor, contra el invasor, contra el enemigo. En definitiva, contra «el malo». Pero, sinceramente… ¿Acaso alguien conoce alguna guerra en la que cualquiera de los dos bandos no se haya considerado a sí mismo «el bueno»? Desde la Pax Romana al III Reich, Desde la Santa Inquisición al Octubre Rojo, ¿alguien afiló sus cuchillos diciendo:  «Somos los opresores y venimos a dominaros»? ¡Pues no,  claro que no! Ambos bandos siempre están cargados de razón, de sentido, incluso de altísimos valores morales, cívicos y patrióticos (ay, las patrias, cuántas viudas han dejado…)

Sólo hay una guerra verdadera: la que cada uno de nosotros libra en su interior, a menudo provocada por su parte más oscura, por su ceguera, por su orgullo herido, por su miedo, por su incapacidad de ver al otro, por el «tú me has herido a mí, ahora yo te hiero más a ti»… seguramente sabéis de lo que hablo ¿o no? Maldito ego.

Así que la guerra es inevitable. Y si queremos la paz, tenemos que conquistarla… con la guerra. Y aquí entra el Guerrero, así, con mayúsculas. Pues siempre, SIEMPRE, tenemos dos opciones: Podemos pulirle la armadura al ego, darle el mando y salir a luchar, a matar y a morir… por todos estos altos ideales que tan dura nos la ponen. O bien afilar la otra espada, la del discernimiento y así declarar la guerra al ego. Claudio Naranjo a menudo se refería a esta otra lucha como a una especie de «yihad», que no es otra cosa que una Guerra Santa… contra el ego.

En otras palabras:

– Sentarse, respirar, enfocar y discernir. Abrir el corazón y dejarse doler antes de reaccionar. Compadecerse, que no es otra cosa que abrirse al dolor, ese que nos hace reaccionar con crueldad y dureza. Y comprender que es exactamente así para todos. También para el enemigo. Que no somos tan distintos. Pues no hay enemigo real fuera, sino dentro.

– O bien, dejarse arrastrar por todas esas heridas abiertas que guardamos con tanto recelo, permitir que esas heridas actúen a modo de disparadores que nos hagan saltar por los aires, salir a enarbolar banderas, cantar himnos, tocar tambores, cavar trincheras y blandir espadas para morir y matar.

De nosotros depende qué elegimos. Esa y no otra es nuestra responsabilidad. Y no nos engañemos, no es nada fácil. El ego es inteligente, fuerte y tiene un gran instinto de conservación. Es difícil no responder al fuego con fuego y cuando la llama está prendida es muy difícil apagar el incendio. Así que es seguro que más de una vez nos perderemos, nos ofuscaremos. Pelearemos entre nosotros, nos vencerá el bicho. Nos haremos daño y causaremos daño. No hay otra.

Y para terminar, una puntualización. Paz no es neutralidad. Paz no es cobardía. Paz no es tibieza. La verdadera guerra, la guerra por la paz, la que nos insta a abstenernos de elegir un bando para empuñar un arma, ya sea de fuego o de palabra; esa es la que requiere más valor, más constancia, más fuerza y disciplina. Al contrario de lo que nos muestran las películas de Vikingos, la guerra hacia afuera es la más fácil. Es épica y ruidosa. Genera héroes y mártires. La otra, la silenciosa; esa, es la más difícil y la que requiere más coraje.

Por eso me parece tan importante que la victoria no está sino en recordar, recordar, recordar… Y si olvidamos mil veces, recordar mil y una:

PAZ, PAZ, PAZ – Y SÓLO PAZ.

David Magriñá