Cuando escribí la última de mis anteriores entradas, «Dias de Sol«, no era para mí exactamente un día de sol. Acababa de perder a una de mis tías, una mujer entrañable y querida, una de esas personas que llevan formando parte de la arquitectura de mi mundo toda la vida, y había ocurrido en muy poco tiempo. Me sentía muy triste por todos nosotros. Completé la entrada porque quería escribir sobre los días de sol después del texto de la noche oscura y también porque ya tenía más o menos la estructura armada, y aquel día no me quedaban ganas ni fuerzas para empezar un nuevo escrito de cero, suponiendo que hubiera tenido claro sobre qué otra cosa escribir.

Fue una experiencia extraña, sincera y clarificadora, que me ha traído (y antes de concluírla ya lo sospechaba) a esta entrada de hoy.

Simplemente para acabar de decir lo que, sin ser consiente de ello en absoluto, había empezado ya a insinuar en otros momentos. Aparecían esbozos de dibujos, sombras de imágenes… pero al final se zafaba la figura.

El otro día, no.

Ya sabéis lo que pasa con los duelos: al mismo tiempo que el dolor, se abren los torrentes de la vida, las esclusas de los recuerdos. Y yo, lo confieso, rememoré hasta el olor del aceite caliente en la cocina de mi tía Josefina cuando éramos niños, quizá en el mismo viaje en el que mi primo Fernando me enseñaba cosas en su microscopio (el único microscopio que yo conocía hasta la fecha era el de mi padre, donde los cristales de ácido úrico parecían gemas increíblemente hermosas, y allí yo había visto muchas cosas fascinantes, pero era un instrumento de trabajo y con él no se podía jugar como le diera la gana a uno). Y vino todo, y todos, todas las gentes, todos los muertos, todos los tiempos, todas las edades, toda la maravilla, como si en el terciopelo de mi existencia hubieran lanzado a voleo una lluvia de puñados de diamantes, unos aquí, otros allá, brillando endemoniadamante, libres de cualquier consideración que los hubiera podido hacer pasar desapercibidos o empañado su luz en su momento.

Es asombroso lo que llegamos a recordar, los momentos tan sencillos que se nos quedan prendidos en la memoria.

Momentos. Toda mi vida estaba llena de momentos preciosos, sin importar la oscuridad o la luminosidad de los tiempos.

No podré relataros ese viaje. No importa porque sé que muchos de vosotros también lo habéis hecho.

La intimidad con mis más íntimos, el amor con mis más amados, los acontecimientos felices que no voy a enumerar… Leer un libro un viernes por la noche escuchando los sonidos de mi familia en el resto de la casa, o contemplar, incrédula, las enormes mariposas de colores de la selva en Iguazú. Mis hermanos recién nacidos. Los niños de los niños. La ecografía de ese bebé que estaba por venir, los latidos de su corazón… Aquellos canelones apresurados del día en que cumplí veintiséis años… Los candelabros encendidos y una mesa de piedra entre los árboles con dos copas de cava sobre un mantel bordado… La buhardilla que amenazaba ruina y al final se cayó… El día en que nos licenciamos y no sabíamos lo jóvenes que éramos.

El viaje a Valencia de este noviembre, en el que disfruté tanto de mi familia, de mis tíos, y de mi tía por última vez. El momento en el que, en el funeral de mi padre, ella y yo nos besamos y nos dijimos que nos queríamos, y ya no iba a  haber otro.

Están en todo trance, como una heroica afirmación de la vida. El amor que nos rodea cuando se acerca el final y en los entierros de nuestros seres queridos. Mi padre guiñándome un ojo cuando ya no podía hablar. Mi madre haciéndome un gesto para que le diera un beso cuando ya no podía hablar tampoco. Nosotros hallando motivos para reír cuando las circunstancias nos estaban apretando triste y despiadadamente las clavijas. Viktor Frankl encontrando el sentido donde cualquiera habría podido perderlo. Maximiliano Kolbe entregando la vida a los cuarenta y siete años, a cambio de la de otro hombre esposo y padre de cinco hijos. Cristina Dicuzzo regalándonos su último viaje de amor.

Qué sé yo. Me dejo imperdonablemente tantas cosas significativas… Son ejemplos: si no, no acabaría. Y además, lo importante no es mi retahíla (que si está siendo tan larga no es más que porque no me puedo contener), sino la vuestra, la que vosotros podríais empezar ahora mismo y seguir y seguir y no acabar…

El mundo es grande, la vida es grande y el corazón de la gente – nuestro corazón, en fin -, además de poder ser mezquino, es grande.

Entonces, sabéis, pensé solamente en el mes de julio. Vaya mes. Con esa explosión de acercamientos, de gente, de trabajo, de extenuación, de pérdida, de dolor y alegría. Compañeros disfrutando del placer de compartir unos días y  de trabajar juntos. Vino y risas después de anochecer. El trabajo profundo que prendió bien. Experiencias incomparables. Pequeños – o no tan pequeños – pasos en los que se puede confiar, sin duda. La muerte inesperada de mi tía, con su ausencia insondable, el encuentro agridulce de tantos que nos vemos tan poco. La muerte de la madre de una amiga, casi al mismo tiempo. Dos noches de baile. Un delicado problema de salud de alguien querido. Varias comidas y cenas con familia y con varios amigos. Otro viaje especial, con gente especial, compartiendo la comandancia de la nave con un camarada inigualable. Movidas. Dolores. Conflictos. Sentarse a compartir. Todos esos momentos que sabéis, que recordáis, sencillos y ciertos (sí, sí, no lo dudéis, a cada uno de ésos me refiero). Y me dejo cosas, sé que me dejo… «Quina sort que tenim!»(*), como dice con mucha razón nuestra querida Rosa Mata

Empecé mis vacaciones en agosto. Os diré una cosa: apenas he podido hacer nada todavía, salvo empantanar mis asuntos más de lo que ya lo estaban, extender trastos, aplazar temas, dejar espacio a algunos placeres y vegetar. Estoy cansada. Muy cansada. Muy cansada de julio, de 2017, del siglo XXI…

Pero lo tengo claro. Todo este rollo tan desordenado y confuso como yo misma, mis queridos guerreros, para proponeros que no nos dejemos despistar por comprensibles altibajos: los buenos tiempos llevan aquí todo el tiempo.

Los buenos tiempos son éstos.

Marian Quintillá

(*)»¡Qué suerte tenemos!»