«Noche oscura es una metáfora utilizada
para describir una fase en la vida de una persona
marcada por un sentido de soledad y desolación.»

(Paralelismo inspirado en la definición de Noche oscura del alma recogida en Wikipedia)

 

No podremos elegir el momento en que esa noche oscura tronzará nuestra vida, nos arrojará a un infierno de tortura o a un desierto devastado, desarbolará nuestros sueños, desafiará nuestras más incuestionadas convicciones o nos convertirá en extraterrestes de nuestro propio mundo. No podremos. Pero quizá podamos elegir si velamos esa noche o huimos, o nos dormimos, o nos aturdimos esperando a que pase.

Quizá podamos.

Y si podemos, tendremos la oportunidad de emerger de ese pozo transformados en guerreros en lugar de en tullidos, o resabiados, o gente que a pesar de echársele encima la odisea fue como si no.

Cuando llegue la noche, callemos y escuchemos para poder oír. No es el silencio en sí mismo una meta, sino el camino para percibir algo nuevo. Llenos de nuestro propio ruido o del que nos rodea, somos simples trasteros atestados de objetos inútiles, sin nada valioso a lo que pueda accederse ni tampoco lugar para que entre lo que necesitamos. Vacíos, existe la posibilidad de que abramos los ojos.

Callemos y escuchemos. Vaciemos y limpiemos nuestro interior. No suele parecer entonces eso lo más urgente, sino conseguir que vuelva la luz y que lo haga deprisa, tener a mano una senda alternativa, un plan B, una revancha, un cambio radical, un viaje a países exóticos, una fiesta salvaje, un via crucis, una ciénaga en la que sepultarse, un proyecto apasionante, un amante, un vermut con aceitunas, un yacimiento de películas, series y libros, un clavo que saca a otro clavo que saca a otro clavo… Lo que sea.

Pero el camino es otro.

Cuando llegue, entremos en la noche con pie valiente. Así se templa el corazón, igual que lo hacen las espadas.

Debido a su estructura cristalina, el metal sin templar es por igual duro y frágil. En la fragua, mantenido en el fuego hasta estar candente, golpeado, enfriado después, su configuración se reordena  y lo vuelve capaz de resistir los golpes sin partirse. Así sucede. 

Entremos en la noche con pie valiente para que nuestro corazón pueda templarse. Con paciencia. Con sencillez y humildad. Apoyándonos únicamente en aquello que sabemos que puede sostenernos. Y es asombrosa la cantidad de cotidianos y apreciados soportes que en ese momento se descubren completamente inútiles. Para qué nos servían, entonces, más que para ocupar con su esterilidad nuestro limitado tiempo. Cuánto de lo que parecía importante o hasta crucial se desploma como castillo de naipes. Cuánto de lo que parecía accesorio, incómodo o incluso prescindible se revela como sólido cimiento, como pared maestra.

Entreguémonos a la noche, presentes, tomando las riendas de nuestro propio ser y, al mismo tiempo, dejándonos templar. Esto es quizá lo más difícil: permitir el dolor y esa transformación que ni entendemos ni sabemos dónde nos está llevando.

Es posible que ahí nos sostenga la fe, la confianza. O también puede ser que sólo nos mantengan el agotamiento y la impotencia. Muchos guerreros no entramos en la noche más que por rendición inevitable y únicamente por eso empezamos a atravesarla, por fin.

Tomemos con amor el amor, el verdadero, aquel con el que somos amados y aquel con el que amamos. Tomemos la risa, los momentos alegres, los tesoros, lo hondo… No como una cortina de humo que nos distraiga de la noche, sino como una profunda verdad que da también a la noche su auténtica perspectiva. Pongamos el corazón en lo bello y real tan honestamente como en lo lacerante. 

Tratemos con respeto nuestras llagas. Lloremos lo llorado. Celebremos las estrellas y el sol. Cultivemos las flores.

Hacen falta coraje y sensata locura. Decisión. Cada día.

La noche del guerrero es consagración, no abandono. Un salto al abismo del que sólo se puede volver renaciendo.

Y por encima de todo, seamos nobles incluso aunque el mundo no acompañe. Tan inteligentes y nobles como podamos. Para que no nos encontremos con nuevas heridas que curar cuando amanezca.

Marian Quintillá