Este asunto está saliendo tanto una y otra vez, a través de tanta gente distinta, que no puede ser casualidad.

Guiémonos por el corazón. Vale, estupendo. Y luego el corazón parece ser una especie de niño de tres años que no se sabe bien si está suelto en una juguetería o en la casa del terror, correteando, distrayéndose con un globo que estalla o una mosca que pasa, ahora compungido, ahora entusiasmado, ahora horrorizado o iracundo… Un niño pequeño que, como todos los niños, quiere empecinadamente eso, sobre todo si no logra tenerlo, y luego quizá ya no o no así, y eso otro no lo quiere de ninguna manera porque no le gusta, o vuelve a querer lo que ya no quería porque se le ha antojado a otro… Impulsivo, irreflexivo, egocéntrico, obstinado, prepotente, asustado o caprichoso.

Guiémonos por el corazón, pero el corazón qué sabe. Todo. Lo sabe todo. Pues en ese caso seremos nosotros los que no sabemos dónde tenemos el corazón.

Guiémonos por el corazón, pero el corazón qué es.

Oh, seguramente será lo que nos sale… Sin embargo, lo primero que nos sale es lo de siempre: lo automático, lo reactivo, lo evitativo, lo alienante, lo incuestionado.

Lo que nos sale es zamparnos una bandeja de pasteles cuando necesitamos perder peso, ahorrarnos los conflictos, darnos el gusto de agredir a placer a nuestros adversarios, demorar las tareas aburridas o dolorosas, escupir el resentimiento, camelarnos a la gente, manipular, contarnos cuentos, abandonar lo que se empieza a poner serio, tomar lo que nos apetece sin mirar el coste, huir de lo profundo, solemnizar la tontería, arriesgar lo valioso por un capricho o darle importancia a lo hueco… Ya sabemos de sobra lo que nos sale.

Y buscamos, a ver qué más nos sale si miramos detrás de eso, inseguros acerca de cuándo la muy temida y denostada cabeza estará interfiriendo con tan deseada espontaneidad. Y cambiamos unos antojos por otros antojos que teníamos más ocultos a nuestra consciencia, unas reacciones por otras reacciones distintas de las que acostumbramos a tener, unos conjuros por otros…

Nos decimos: voy a fluir. Y nos empezamos a escurrir.

El cuento de nunca acabar. Aunque mientras dure parezca al fin el cuento definitivo.

Confundimos seguir al corazón con conseguir vivir sin sentir el dolor o el miedo.

Como si el camino del corazón fuera fácil.

Y no.

El corazón es fuerte, pero lo es sobre todo ante nuestras propias debilidades. Si eso le falla, lo demás no tiene cimientos en los que enraizarse. Ni pies en los que apoyarse. Ni alas con las que volar.

El corazón es lo que nos asiste en los síes y los noes difíciles, lo que nos hace capaces de hacer y vivir lo que habríamos preferido no hacer ni vivir de ningún modo. Eso que no nos apetece, ni le damos la bienvenida, pero es como es y lo asumimos. Y. al asumirlo, lo elegimos.

Otras veces es muy radiante, muy dichoso y muy fácil. E igualmente hace falta solidez para recibir la verdadera alegría.

Pero siempre se trata de un «quiero» profundo, que se funde con un «debo» que nos sale de los huesos, que es nuestro. En el corazón, todo – la cabeza, el pecho, las vísceras, los instintos… – está alineado, sin contradicciones: hasta nuestro deseo de hacer otra cosa se muestra de acuerdo en no ser complacido. Incluso la batalla es paz. Y, de un modo con el que no contábamos, descubrimos que la felicidad existe y que no depende de vaivén ninguno.

No sé si ha habido una época que haya facilitado templar el corazón, pero desde luego no es ésta. En unas imágenes de hace ya bastantes años, Fritz Perls hablaba de cómo el hombre de la etapa precedente había estado sujeto al debeísmo y el de la actual se había convertido en esclavo del hedonismo. Ambos descorazonados. Quizá estemos en contacto con lo que nos impulsa en lo superficial, pero no con lo hondo que nos descubre lo que somos.

Se nos desmiga el corazón a las primeras de cambio. Ni siquiera nosotros podemos fiarnos de nosotros mismos. Y a soportar los altibajos y los golpes que nos llevamos por manejarnos como peonzas locas lo llamamos «el precio de la libertad» o «ser fuertes». Pero qué libertad o qué fuerza hay en seguir los tumbos de un corazón débil.

Templar el corazón.

Un arte casi olvidado. Con suerte, nos lo va templando más o menos la vida como puede, cuando se nos hace imposible escapar de la fragua.

Sin embargo, como es evidente, un camino con corazón precisa de un corazón templado o se convierte en un total desatino.

Por eso el camino del Guerrero busca templar consciente y voluntariamente el corazón.

El desierto y el refugio, la nodriza y el templario, la tierra y el viento, el agua y el fuego. Cómo nos llevaremos de la mano por este camino que nos poda y nos hace florecer. Si protegiéndonos nos aniñamos y sacudiéndonos avivamos nuestra rebeldía, qué manera habrá de andarlo.

Cuál es la voz que escucha el corazón verdadero.

Yo no he encontrado otra más que la del amor verdadero. Y desde ahí no tenemos más corazón que amor. O dicho de otro modo, nuestro verdadero corazón y nuestro verdadero amor miden lo mismo.

Guiémonos, pues por el amor…

Pero el amor qué es…

Marian Quintillá