«La libertad consiste en reconocer los límites»

Jiddu Krishnamurti

 

Recientemente estoy viendo propagarse como el fuego por las redes una curiosa preocupación. Se trata de los peligros que una serie de televisión producida por Netflix pudiera entrañar para sus espectadores (sí, no una enfermedad, ni una nueva droga, ni una banda de maleantes. ¡Una serie de televisión!) La serie en cuestión cuenta una historia sobre suicidio y acoso entre adolescentes (“lo siento, pero a mi aún me produce urticaria el palabro bullying”) y, al parecer, algunos psicólogos están recomendando que no se vea debido a las malas repercusiones que puede tener en la audiencia. Entre sus argumentos: que las historias de suicidios generan imitadores, que puede crear angustia entre quienes se vean reflejados, que puede dar ideas equivocadas a las personas que sufren acoso o depresión… Inevitablemente, tal noticia me ha inducido una reflexión sobre los límites y la libertad. Hace tiempo que me rondan las ganas de escribir sobre este tema, así que aprovecharé para hacer una primera aproximación.

Sin pretender minimizar el drama que el suicidio o el acoso suponen para quien los ha vivido de cerca, y hablo con conocimiento de causa, pues desgraciadamente me cuento entre sus filas, no puedo sino sonreírme ante lo que me parece otro claro síntoma de una sociedad cada vez más infantilizada. ¿Así que me puedo suicidar si veo una serie de Netflix? ¡Vaya por Dios! Quizás resulte algo irreverente pero no puedo evitar que se me aparezca la imagen de ese querido amigo mío que, desgraciadamente, decidió quitarse la vida, descojonándose a mandíbula batiente mientras me mira desde un retrato suyo que conservo justo enfrente de mi escritorio. Riéndose o quizás indignándose, pues sólo él sabe los oscuros motivos que le llevaron a tomar tan terrible decisión pero, desde luego, estoy seguro de que contemplar una estúpida serie de televisión no fue uno de ellos.

Aún recuerdo el (a mi juicio) divertido debate social que despertó la serie de televisión “Pipi Calzaslargas”, hará ya la friolera de 40 años, por la mala influencia que podría tener sobre los niños su personaje protagonista: una niña fantasiosa, rebelde e incorformista, dotada de una fuerza sobrehumana. Quién sabe, hasta es posible que todo el deterioro social, la corrupción política y el desencanto que estamos viviendo actualmente en nuestra sociedad tenga su vil semilla en aquella serie mala, mala, que disfrutamos siendo niños la generación de adultos que ahora somos, y en la cual se encuentran esos que dirigen nuestra sociedad y nuestros negocios. Ay, las semillas del mal…

O quizás, simplemente, los psicólogos que han llegado a este tipo de conclusiones hayan olvidado algo esencial en su análisis: que se trata de una serie de ficción. Y como tal hay que tomarla. No es un programa educativo, ni una herramienta de intervención social, ni siquiera un documental. La ficción es ficción y no tiene por qué educar, ni concienciar, ni mucho menos moralizar. Y así, habrá historias que pueden despertar sentimientos encontrados, pasiones ocultas, contradicciones internas. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, éste ha sido el motivo primero y último que ha llevado a la humanidad a contemplar representaciones de historias imaginadas desde el origen de los tiempos. Y para muestra, un botón: ¿Qué hubiera sido de nuestra cultura si un exceso de temprana corrección moral y política en la antigua Grecia nos hubiera dejado sin la insana relación del bueno de Edipo con sus padres, o la abusiva e impune afición de dioses como Zeus o Poseidón de tomar a doncellas varias sin su consentimiento, no fuera a ser que a la gente le diera por aficionarse a matar a sus padres para liarse con sus madres o a ponerse a engendrar semidioses? ¡Ay!, pues que adiós tragedia griega…

13 reasons why (Por 13 razones)

¿Que esta serie no es adecuada para un público que aún no tenga su personalidad, su juicio y su criterio bien formados? Bien, estupendo, pues para eso está la clasificación de contenidos por edades, ni más ni menos. ¿Que puede dar mal rollo a las personas que se puedan sentir identificadas con los personajes? ¡Pues vaya novedad! Pero ahí ya entra el criterio de cada cual, si es que lo tiene. Y es precisamente por esto que es importante tener criterio (y por esto cobra sentido la clasificación por edades). Pero de ahí a recomendar al público en general “que no se vea la serie” va un abismo.

Y con los límites hemos topado, en este caso, con motivo de la clasificación por edades. Es curioso pero, cuando yo era pequeño, sólo había dos clasificaciones posibles: un rombo (apto para mayores de 14) y dos rombos (apto para mayores de 18). Sólo dos, fíjese usted. Pero esas dos clasificaciones iban a misa, oiga. Al margen de los criterios que se siguieran (y que, lógicamente, estaban regidos por la moral de la época), lo cierto es que se tomaban muy en serio y rara vez se pasaban por alto. Ahora, paradójicamente, hay un sinfín de clasificaciones  (he contado hasta ocho) que, curiosamente, solo llegan a recomendaciones y que la mayor parte de las veces son soberanamente ignoradas, bien por desprecio a los límites en sí mismos, bien por la mera imposibilidad de aplicar dichos límites en un mundo con información cada vez más ubicua (sí, no es posible poner puertas al campo…). Bien, señores; queríamos libertad y aquí la tenemos. Y éste es el precio, ni más ni menos. No puede haber libertad sin responsabilidad. Y, sintiéndolo mucho, en un mundo libre es responsabilidad de cada cual decidir si se suicida o no. ¿O quizás ya no es así? Es curioso, pero tenemos tanta “libertad para elegir” que parece que hayamos perdido la capacidad de elección. El resultado práctico es que todos podemos verlo todo. Y de ahí se desprende un corolario tan triste como peligroso: Si algo no es adecuado para alguien entonces no es adecuado para nadie. De nuevo: sin responsabilidad, adiós libertad.

La libertad sólo se da entre limites. Límites que muchas veces han de ser autoimpuestos. O bien, vigilados por aquellos que son nuestros tutores mientras adquirimos el criterio y la responsabilidad que nos permita conocer cuáles son esos límites y actuar en consecuencia. Personalmente, hace tiempo que sé que hay determinadas historias que prefiero no ver. Pero me parecería ridículo pretender que nadie más pudiera ver algo sólo porque a mí podría hacerme daño.

«Así pues, reivindico mi libertad soberana para ver o no ver lo que me dé la gana: Quiero poder ver películas sobre suicidios y acosos sin que nadie pretenda concienciarme o prevenirme, sobre guerras en las que la gente se mata y muere, sobre aventuras imposibles con sexo explícito o implícito no necesariamente seguro o consentido, con relaciones de poder en las que quizás sean los malos quienes se salgan con la suya. No necesito moralejas, ni la guía de un psicólogo para no confundir la ficción con la realidad, ni que me eduquen con conclusiones moral o políticamente correctas, que para eso ya tengo a los políticos cuyas historias, por cierto, entran en la categoría de las que no quiero ver.»

Qué le vamos a hacer, quizás sea un pervertido, pero siempre me ha gustado ser yo quien decida sobre qué entra y qué no entra en mi mente. Y, por supuesto, siempre, siempre, sacar mis propias conclusiones.

David Magriñá