Al principio, el amor surge desde la ingenuidad y la inocencia, se alimenta de ternura, necesidad e instinto, de una afinidad estrecha, irracional, que nos fusiona sin ponernos a prueba. Desconocemos. Somos capaces de creer a ciegas y casi todo lo que le atribuimos a ese amor nace, equivocado o no, de nuestras fantasías y de nuestras reacciones. No sabemos ni cómo es la vida, ni cómo somos, ni cómo son esas personas incuestionables de las que esperamos tanto… Y respondemos a él con la misma desmesura, capaces de arrojarnos e inmolarnos, de partirnos el corazón o la cara para no traicionar ese afecto ni siquiera con el pensamiento. Hasta los zarpazos tienen garantía. Es el amor de los niños, el que tantas veces seguimos buscando a través de la vida, en esta persona, en esta otra, esta vez sí que sí…, para desengañarnos casi siempre; el amor cuya traición no se perdona con el mismo empecinamiento con el que se confió en él.

Ese amor, natural en la primera parte de nuestra vida, es tan inevitable como hermoso y perecedero. Nos une con lazos peculiares. Estará en los cimientos del amor que tengamos, del que aguardemos. Sostendrá nuestra entrega. Si no logramos enderezar en nuestro corazón lo que en él creció torcido, creceremos torcidos para siempre.

Más tarde, el amor está marcado por la herida que aniquiló al primero. Aquí sí que medimos, incluso cuando nos damos ‘sin medida’. Calculamos. Esperamos la vuelta. Jugamos al ajedrez o echamos pulsos. Defendemos el territorio y el amado es al mismo tiempo el contrincante, por no hablar de lo que es el contrincante que ya empieza siendo simplemente tal. Ante nuestros ojos, ya no somos niños ni tampoco queremos ser tontos. Estamos de vuelta. Es un amor resabiado, exigente. Se alimenta del hambre, del deseo, del miedo y de la soledad. Pasamos cuentas. Echamos en cara. Sospechamos. Desconfíamos.  Cobramos los sacrificios, tomamos nota de las afrentas y de las traiciones. O simplemente nos damos la vuelta y adiós. Es un amor precario, que puede sobrevivir o no, resistir o no, sostenerse o convertirse en otras cosas, pendiente de los vuelcos, los cambios, las circunstancias, las jugadas…

Ese amor nos inquieta, nos enloquece. Tal vez, en su lugar, nos entretiene. Duele hasta lo más hondo o se queda en lo más superficial, o las dos cosas. Es como poner los cimientos de nuestra casa sobre una falla, donde descansar y afirmarse sin saber nunca cuándo puede desencadenarse el terremoto.

Después, llega un momento en el que el amor, que quizá sea entonces un amor por rendición o por agotamiento, ha traspasado el dolor y el miedo. No es un amor candoroso, como el primero, ni en pie de guerra, como el siguiente: está en paz con los ojos abiertos y su confianza no se apoya en la garantía ni en la exigencia, sino en una comprensión profunda, en una aceptación que desemboca, como es ineludible, en la entrega. A éste, no lo medimos: es él quien nos mide a nosotros; no lo logramos: es un don; y ni mucho menos lo manejamos: nos arrastra. Sólo elegimos si le decimos que sí. Va llegando poco a poco, por momentos, despacio, persistente, y se va extendiendo, inundando incluso lo ya dado por perdido, porque nada se pierde en este amor.

No necesita mirar la ida y la vuelta: en él, la ida y la vuelta son un mismo movimiento.

Inspira menos canciones pero puede sostener toda la vida.

Marian Quintillá