Vio discurrir el amor como un río de oro y luz, como un cauce de bien, de riberas suaves, ancho, sereno… Habría preferido otra palabra para nombrarlo que no fuera ese «bien» porque, en su mundo, sonaba demasiado maniqueo, pero no le correspondió elegir, así que tuvo que aguantarse con eso. Y tener que aguantarse con eso, mirad por dónde, la volvió más sencilla.

No estaba sola, desde luego. De todas partes aparecía gente que, maravillada, se acercaba a la orilla para tocar el agua, para meter los pies… porque era hermoso, tanto que al mirarlo no se veía ni se deseaba nada más. Todos los pensamientos se descuidaban, las preocupaciones se olvidaban, los planes palidecían… Igual que niños, las personas acudían a hundir sus manos sin pararse a pensar qué era aquello o qué podía pasarles al hacerlo.

Oh, y sin embargo, ¡¡lo que les ocurría…!! Se les abría el corazón. Eran felices. Lo tenían todo. No les hacía falta nada más, de verdad. Alcanzaban lo inalcanzable: eso por lo que habían estado sufriendo y esforzándose toda la vida, creyendo rozarlo a veces, a ratos, para después perderlo. Y a menudo su forma era distinta de como la habían imaginado, pero resultaba hasta mejor y les daba lo mismo.

Se llevaron a cubos el agua de oro. Desviaron numerosos arroyos de luz para que el río llegara acá y allá… ¿Creéis que eso disminuyó en algo su caudal? Pues no. Continuaba fluyendo igual que si nadie le hubiera arrebatado una gota.

Jamás se había visto una fiesta que pudiera compararse con la alegría que se desencadenó. Nunca las miradas fueron más limpias ni la risa tuvo menos recovecos.

Así era y eso era todo.

Tiempo más tarde, cuando le preguntaron, no supo en qué momento fue cambiando el paisaje. Sospechaba que, sencillamente, resultaba demasiado difícil mantenerse creyéndolo aunque les estuviera sucediendo, y quizá sin querer dejaron de mirar el río y volvieron a preocuparse por obtener lo que los hacía plenos como si dependiera de ellos. Y como si supieran dónde estaba.

Cada intento se convertía en un camino de humo estrecho y sinuoso. Las gentes, al andarlos, se hundían en nubes de niebla finas como telarañas. Todos medio ciegos y medio sordos, todos obcecados mirando su senda, todos perdidos, sin verse unos a otros más que de lejos, incluso aunque estuvieran agarrándose el brazo o entrelazados. Y fijaos, era un tinglado tan leve que un viento fuerte habría podido arrastrar aquella inmensa nube en un momento.

Ilusiones que ellos llamaban realidad porque un río de oro y luz con barra libre es una cosa muy loca.

Daba vértigo. Me refiero al río, no al amasijo gris: ése resultaba confortablemente familiar.

Y a través del humo y la niebla, se adivinaba el brillo del oro, atenuado, deslucido.

Vio discurrir el amor como un río de oro y luz, como un cauce de bien, de riberas suaves, ancho, sereno… Lo vieron todos. Vueltos niños, se metían dentro, se llevaban a litros el agua dorada sin fin… Jamás se vio fiesta más grande. Lo habían vivido, pero de qué modo podrían atreverse a creerlo.

Marian Quintillá