El amor es locura porque, de pronto, dejamos de ser el centro del universo y, como esa actitud resulte estar errada, vaya manera de hacer el gilipollas, de tirar a la basura la vida.

La brújula del egoísmo es simple. Ahí no hay riesgo ni apuesta verdaderos. Tampoco grandes dudas. Yo-mi-me-conmigo. Lo que yo siento, lo que yo pienso, lo que yo quiero, lo que yo creo, lo que yo necesito, lo que yo percibo, lo que yo espero, lo que yo merezco, lo que yo hago, lo que yo sacrifico, lo que yo doy…

Cuál es el límite, la sutil frontera, entre el amor y la estupidez. Cómo vamos a saber cuándo estamos llamando amor al amor y cuándo se lo llamamos a otra cosa que se pone un disfraz parecido. Tan parecido que nos confundimos una y otra vez aunque no se asemejen en nada.

Si fuera fácil…

La verdad es que, la mayor parte del tiempo, llamamos amor a cualquier cosa, seamos serios. Y además, a estas alturas estamos más que en condiciones de sospecharlo. No buscamos amor. Ni para darlo ni para recibirlo. Buscamos la obtención de un deseo, el resarcimiento de una carencia, el reconocimiento de una capacidad… o bien una entente satisfactoria que nos mantenga hirviendo entre el calor, el placer y el entusiasmo. Incluso a un uniforme y monótono fuego lento, o entre picos de arrebato y de desolación, si llegara a ser preciso.

Ni buscamos amor, ni buscamos libertad, ni buscamos realidad, ni buscamos valentía.

Nos buscamos a nosotros en todas partes, dentro y fuera, en el espejo y en los demás, en lo que ofrecemos y en lo que logramos.

La brújula del egoísmo puede vestirse muy convincentemente de amor, de libertad, de realidad, de valentía… De hecho, acostumbra a hacerlo. Y nosotros, dando vueltas como peonzas, impulsando de continuo los juegos malabares para que los objetos y la ilusión no caigan al suelo en cuestión de momentos. Lo sabemos.

Hacemos bien en sentir el vértigo del vacío de nuestra vida porque con frecuencia es cierto y porque, desde ahí, su malestar es el único motor que puede lograr mantenernos en marcha.

El amor es locura vertebrada. Diáfana. Sólida. Clarísima. Cambia nuestro interior y lo cambia todo de una forma sobrecogedora, con una alquimia luminosa. Nos sana. Una vez se nos ha mostrado, podemos ocultarnos, distraernos, despistarnos, pero es imposible dejar de saber qué es o dónde está. Sólo puede defraudar al egoísmo, que nos grita desde su caja estrecha lo imbéciles que somos, disfrazando de indignación su miedo.

Es por el precio. Ya hemos hablado otras veces del precio: la renuncia a seguir siendo esclavos de nosotros mismos.

(Hay una parte, pero únicamente una parte de esta confusión, de este temor a la libertad, que tiene que ver con que a menudo hemos considerado que ese ser nuestros propios esclavos era en realidad «querernos» o «cuidarnos». Nada más lejos).

Y como esta actitud resulte estar errada, vaya manera de hacer el gilipollas, de tirar a la basura la vida.

Esa vida que acomodamos lo mejor que sabemos, mendigando aventuras, poniendo parches, luchando por sentirnos razonablemente victoriosos y satisfechos en este miserable basurero.

Cuándo diremos basta. Hasta dónde podremos soportar. Pues en eso y en más se empeñará la vida intentando despertarnos, mientras nos obstinamos en creer que lograr mantener nuestra existencia a salvo es estar bien.

Marian Quintillá

Vídeo: Juegos malabares con fuego en Guanajuato capital (México). Artistas: Colectivo Spyro.