La fuerza es lo que nos permite la presencia y la elección. Atados por nuestras humildes pasiones, esos bichos incómodos y tenaces que misteriosamente consiguen que hagamos lo que al parecer no queremos y no hagamos lo que se supone que queremos, esas criaturas familiares, a veces inquietantes como una gorgona, a veces tan achuchables que se disfrazan de bienestar para anonadarnos, enganchándos a argollas tan pintorescas como puedan ser el ordenador, el sofá, el entretenimiento continuo, las personas, la soledad, las novedades o las bolsas de patatas, nuestros movimientos acaban siendo tan poco fructíferos como intentar nadar en una ciénaga.

La fuerza construye el cauce paso a paso. Momento a momento. Se adueña de las pasiones y las usa cuando es necesario. Nos permite habitar nuestra vida.

Decimos sí y es sí. Decimos no y es no. Y está claro que podemos cambiar de parecer o de dirección, pero eso no es de ninguna manera lo mismo que no resultar fiables, que movernos como lo hacen las veletas.

Sin la fuerza, el descanso se convierte disimuladamente en pereza; disfrutar de la comida, en gula. Por decir dos (se nota que he llegado cansada del trabajo y con hambre…), que el párrafo de las posibilidades – como todos sabéis – podría ser, más que largo, larguísimo.

Sin la fuerza, el sufrimiento y el placer nos hacen vender barato lo más valioso de nuestro camino. Eros y tanatos. Y nosotros, rebotando de uno a otro como pelotas de tenis.

No es fácil ¿verdad? Porque a veces nos sentimos desolados y, entonces, qué sencillo es dejarse ir… ir… ir… no hacia la gozosa experiencia de entregarse, sino hacia la de abandonarse y perderse.

Sostener. Permanecer. Decidir. Ésa es la fuerza del Guerrero. Se expresa del mil modos, intensos o sutiles, pero básicamente constituye.

Luego está la pasión. No las pasiones de las que hablaba arriba, que – eso también lo sabéis todos e incluso muchos de nosotros hemos ido persiguiendo el rostro de la que más nos domina para intentar sanarnos… – nos distraen de aquello en lo que queremos verdaderamente estar, sino la pasión. La indispensable, genuina, verdadera pasión. La conocéis. Nos empapa. Nos inspira. Atraviesa toda la vida. Tiene que ver con la vocación y también con la entrega. Es ese fuego interior, ese empeño que nos lleva a desplegarnos dando cuanto tenemos para dar, desarrollando las capacidades que se nos han dado, hasta que lo que sólo era potencia florece como un jardín y amamos y ofrecemos cuanto tenemos para ofrecer y amar.

Ésta es la pasión del Guerrero.

Eso tampoco es fácil. Porque a veces nos desanimamos, o nos cansamos, o nos parece que seguirla es una cosa de locos o de tontos, que más nos valdría espabilar.

Pero no hay plenitud sin ella.

La fuerza y la pasión van de la mano. Nada importante se hace sin ellas salvo por casualidad. La fuerza encauza la pasión y la pasión alimenta la fuerza. Las dos guían. Las dos exigen. Las dos dan mucho más de lo que piden.

A veces duelen tanto que a olvidarlas lo llamamos libertad o madurez, e intentamos ocupar su lugar con las pasiones, pero qué vacío, qué banal, qué gravoso es el mundo sin ellas.

Una vez extraviadas, sólo es cuestión de tiempo encontrar la rabia, el aburrimiento o la amargura.

El camino del Guerrero es un camino de fuerza y pasión. No hay otro modo. A través de los altibajos de nuestro interior, del capricho de los acontecimientos, su firmeza flexible baila de la manera más impecable, sin perder de vista el rumbo a Ítaca.

Marian Quintillá