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…sobre el miedo y el amor.

 

“Tiembla, tiembla, que así se pasa”. Con esta frase tan sencilla daba yo, no hace demasiado tiempo, un giro radical a mi manera de entender el miedo y, por lo tanto, de entenderme a mí mismo. Fue en el transcurso de un trabajo personal en un momento en el que, habiendo conectado con algo que me asustaba mucho, simplemente, no podía parar de temblar… Y, afortunadamente, no paré. Porque si algo me reconfortó fue esta sencilla frase de quien, con cariño y firmeza, me acompañaba y me sostenía, no para quitarme el miedo, cosa imposible, sino para ayudarme a transitar lo que tuviera que transitar. Eso sí, pasando el miedo que hiciera falta, que lo cortés no quita lo valiente y nunca mejor dicho, pues valentía no es ni más ni menos que la capacidad de transitar los propios miedos, algo tan necesario como inevitable es el temor.

Pero repasemos la experiencia desde un punto de vista gestáltico. Uno de los conceptos más frecuentados es el de polaridades: aspectos que aparecen a nuestro entendimiento como opuestos, tales como la alegría y la tristeza, la luz y la oscuridad. Pues bien, si nos preguntáramos por el aspecto polar del amor, la mayoría de nosotros en seguida respondería que el opuesto del amor es el odio. Y así será, probablemente, desde un punto de vista semántico pero no tanto si lo miramos desde una perspectiva emocional. Amor y odio acostumbran a ir tan seguidos, si no juntos, y con tanta frecuencia como para hacernos sospechar si lo segundo no será sino un cierto grado de perversión de lo primero. A la vista está, cuántas relaciones acabarán sus días describiendo un giro hacia un odio tan intenso como apasionado fue su amor…

Así que, si el odio no es el polo opuesto del amor, ¿cuál será? Y permítanme ahora, simplemente, especular, ¿y si fuera el miedo? Al fin y al cabo, el miedo genera desconfianza y paranoia, caricaturiza la realidad mostrándola hostil y peligrosa haciendo del otro un ser malvado a nuestros ojos. Si queremos enfrentarnos a tal realidad, necesitaremos endurecernos, no dejarnos conmover, no nos vayan a manipular. El miedo lleva al autoritarismo y, desde éste, no puede crecer el amor sino, como mucho, la obediencia o la devoción. Así las cosas, percibimos nuestro propio miedo como un peligroso síntoma de debilidad frente al otro impidiéndonos contactar tanto con él como con nuestra propia vulnerabilidad. No olvidemos que amar implica siempre estar abierto a que me duela. Y si tanto me asusta el dolor, ¿cómo voy permitirme sentir amor?
Krishnamurti afirmaba a pies juntillas que amor y miedo no pueden coexistir y mientras vivamos con miedo, el amor no existirá. Me arriesgaré a dar la vuelta a la tortilla de este panorama desolador y explorar el hecho de que, en tanto que mutuamente excluyentes, el amor también tiene la capacidad de desplazar al miedo.

Así, no es casualidad que la reacción instintiva de los niños cuando tienen miedo sea correr a refugiarse en brazos de los padres. Otra cosa es que los padres interpreten que lo que el niño necesita es que se le quite el miedo: “No tienes por qué tener miedo” es una frase que hemos escuchado (y quizás pronunciado) hasta la saciedad. Paradójicamente, no sólo resulta harto difícil, pues el miedo rara vez atiende a razones, sino de dudoso beneficio, ya que, en definitiva, estamos transmitiendo el mensaje de que no hay que fiarse de las señales de amenaza que tan claramente se están percibiendo (el miedo no es otra cosa). Y desconfiar de la propia percepción es, precisamente, uno de los más insidiosos gérmenes del miedo y de la duda. Por no hablar de la exigencia de dejar de tener miedo, implícita en la frasecita. Ahí es nada.

Más allá de la posible y necesaria protección física, el acogimiento amoroso proporciona el soporte afectivo necesario para transitar un miedo que ya no es preciso dejar de sentir. La aceptación amorosa de nuestro miedo por parte de quien nos ama es el mejor aprendizaje de nuestra propia capacidad de aceptación amorosa de nosotros mismos, tal como somos, con miedo incluido. Porque conviene recordar que el miedo no es el problema, sino la solución. Pero, para que funcione, es necesario entregarse a él. Y temblar… lo que haga falta.

 

David Magriñá

Publicado originalmente en el programa de Aula Gestalt 2009/2010