Fotografía en blanco y negro de gente de espaldas

A veces, llamamos verdad a nuestra opinión y creemos ‘decir la verdad’ cuando endosamos a los otros nuestro parecer, proceda o no, enredando la sinceridad con la subjetividad, la transparencia con el narcisismo. La sinceridad, la transparencia, son más profundas, más comprometidas y posiblemente a menudo más discretas.

A veces, llamamos ‘mostrar la verdad’ a negarnos la intimidad y la privacidad, en ocasiones incluso cuando la necesitamos, o ante quienes no precisan asistir a la exposición de algo tan personal y ajeno, cuando no a costa también de exhibir la intimidad y la privacidad de otros. Confundimos la delicadeza con la falta de libertad, el exhibicionismo con el derecho a ser quienes somos. La delicadeza, la libertad, el derecho a ser quienes somos, son más profundos, más comprometidos, y con frecuencia más prudentes y menos histriónicos.

A veces, nos quejamos o alardeamos de tener conflictos por ‘decir la verdad’, o hasta por ‘decir las verdades’, que tiene un punto más grandilocuente, pero lo cierto es que rara vez cuando nos quejamos o alardeamos de tales inconvenientes éstos se deben a ‘decir la verdad’. Acostumbran a tener que ver con que, desgraciadamente, nuestra ‘verdad’ en esos casos es que nos mostramos con los demás agresivos, irrespetuosos, insultantes, intransigentes, abusivos, culpabilizadores… y a que ellos nos responden con su lógica capacidad para ponernos límites, y hasta mostrándonos que ‘su verdad’ en ese aspecto se parece a ‘la nuestra’ más de lo que nos gustaría encontrarnos enfrente.

Cuando verdaderamente tenemos conflictos por decir la verdad, y realmente esto existe, y puede traernos dolor, ataques, exclusión, represalias, e incluso en ocasiones ha llevado a personas a la muerte, no suele haber quejas ni alardes, porque la verdad es más profunda, más comprometida, más transformadora y desde luego más seria.

Hace unas semanas, reflexionando sobre guerra, paz, mentiras y verdades, me preguntaba por la dimensión social de esa falsedad tan universalmente aborrecida que es la hipocresía. Yo no tengo ningún inconveniente en que las personas que me detestan me traten con educación y respeto, ni en hacer lo propio con aquellos que no son santo de mi devoción. Es más: lo prefiero. Otra cosa sería que nos convenciéramos mutuamente de lo mucho que nos amamos y admiramos, pero mantener un contacto cortés y decente me parece un acto de humildad que somete los caprichos de cada egolatría al convencimiento de que, por mucho que nos lo parezcan, nuestras preferencias no son exactamente verdades que otros tengan que sufrir. Y el dolor en este aspecto no es el de aceptar ser tratado con consideración en cualquier caso, sino el de aceptar no ser amado siempre.

¿Es muy habitual que quien me está tratando bien a la cara me esté al tiempo clavando un puñal entre los omoplatos? ¿Ésa es la forma más dañina que tenemos de practicar la doblez? Quizá sea una ingenua, pero lo dudo mucho; es más, dudo que solamos importarnos tanto los unos a los otros.

Cuál es, pues, nuestra más frecuente hipocresía, la ceguera en la que todos somos cómplices sin darnos cuenta de lo que estamos haciendo.

Creo que es el escándalo. Mirar a otros sintiéndonos horrorizados, como si fuéramos inocentes, inofensivos, puros, pacíficos… Como si no tuviéramos esqueletos en nuestros armarios, gente accidentada o desechada en las cunetas de nuestra vida, personas heridas por nuestras formas de hacer, platos rotos, desastres, filos de nuestro carácter que, a pesar de tiempo, no dominamos…

No digo oponerse, estar en desacuerdo, actuar según lo que creemos… No. Digo escandalizarnos. Como si fuéramos buenos. Como si fueran malos. Como si no estuviéramos hechos de lo mismo y además no lo hubiéramos probado. Niños crónicos chillando ante el error y el horror ajenos. Puritanos.

Creo que la hipocresía compartida más común es mirarnos con buenos ojos mientras miramos a los otros con ojos malos. Y estamos tan de acuerdo, somos tan cómplices a la hora de construir esta falsedad terrible que logramos vivir razonablemente engañados.

La verdad, incluso la pequeña verdad que tenemos a mano, es mucho más compleja que la ausencia de mentira. Quizá cabría oponerla, además de a mentira, a irrealidad. A lo que nos mantiene adormecidos e hipnotizados mientras creemos que estamos viendo el mundo. Y todas estas falacias disfrazadas de ‘verdad’, y esa componenda de falsedad común que nos absuelve y nos divide esparciendo a nuestro alrededor condena, hace imposible construir los cimientos que puedan aspirar siquiera a plantearnos acabar la guerra. Pero eso no depende de luchar hacia fuera: lo hacemos entre todos.

Marian Quintillá