Si el corazón se descorazona, qué lo recorazonará.
Si el corazón se descorazona es que algo insuficiente o inservible se resquebraja dentro de nosotros.
Cuando el corazón se descorazona, se abre paso una luz desconocida y, a la vez, una alarma que grita: reparémoslo pronto antes de que no tenga arreglo, se nos haya desencajado el mundo y el terremoto nos arrastre irremediablemente sin ancla ni timón que marque el rumbo.
Esa prisa alarmada es la que consigue poner de nuevo velos a la luz.
Si el corazón se descorazona, no es el momento de llenar, sino de vaciar con sencillez. Todas las huídas, hacia atrás o hacia delante, hacia dentro o hacia fuera, hacia arriba o hacia abajo, nos empujan a intentar prolongar la ilusión desvanecida. Rehacerse, mantenerse, pasar página…, así entendidas, a menudo no nos consienten llegar más allá.
Qué enorme pérdida, que los tremendos acontecimientos sucedan, que el corazón se descorazone y nosotros logremos no aprender nada realmente distinto, que consigamos seguir siendo los mismos o quedemos lisiados.
Si el corazón se descorazona, llega el tiempo de mantenerse descorazonado; si se hace trozos, es el momento de tenerlo destrozado; si se oscurece, es el momento de no ver.
Descorazonado, a oscuras, con el corazón roto… quién tiene la valentía loca, la insensata fe de sostenerse a la espera de que la luz siga su curso y muestre lo que ni siquiera se atisba.
Hace algo más de un año, os hablaba también de todo esto, de la noche del Guerrero. Para qué darle vueltas de nuevo. Qué hay hoy que sea diferente.
Mis amados compañeros de viaje, camaradas de vela: en la oscuridad, en el anonadamiento, estamos amparados. Por eso nos es lícito entrar en ellos, no sólo con pie valiente, sino con la confianza con la que confían – cuando lo hacen – los niños. Ésa es la única hazaña necesaria, la de atravesar la vigilia entregados, agradecidos a la certidumbre de saber antes de hora que recibiremos con seguridad lo que precisamos, de conocer que, aunque es posible que no se nos ahorre ningún tramo, ningún riesgo, ningún escollo, a cada paso de la mano de lo desconocido estamos más cerca de que nuestro corazón de vulnerable y tembloroso vidrio se transforme en un corazón vivo y templado.
Reclinados en el amor impenetrable, podemos reposar la espalda, apoyar la cabeza, dejar convalecer el espíritu abatido, respirar el silencio o el estruendo desconcertados, y abandonar la perspectiva aterradora de tener que encargarnos de curar o cambiar aquello que sabemos que no está en nuestras manos.
Nosotros no conocemos el camino – cuando intentamos inventarlo, nos perdemos, y además hay que decir una vez más que raramente podemos dejar de intentarlo -, pero la firme ternura del secreto, la sabia fidelidad del misterio, nos llevan – portentosamente incluso, en el caso de que fuera necesario – a nuestra verdadera y plena esencia.
En el amanecer de la vigilia, brilla la luz auténtica.
Y me atrevo a dar fe de que es cierto.
Marian Quintillá
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