Hacemos bien en creer que nuestra herencia y nuestra historia nos determinan porque es cierto que la máquina de nuestro carácter no tiene libertad verdadera. Experimentar la rigidez de esa máquina, inmisericorde y precisa como el destino en las tragedias griegas, supone un grado importante de consciencia. Los férreos límites internos. Ese mínimo libre albedrío que nos hace, no obstante, responsables y, en consecuencia, dignos, es tan tosco como mantener el equilibrio entre poder tirar con éxito de las riendas de una bestia o vernos arrastrados por ella.
Así, mientras vivimos en el ámbito de la máquina, nos mantenemos en este baile constreñido en el que el sufrimiento y el placer, la carencia y la satisfacción, van encauzando como pueden los movimientos de la aguja de una brújula loca.
Entonces, nos distanciamos envueltos en la sofisticación de nuestra cultura, hablando de la libertad o de su falta como si a pesar de todo el asunto no acabara de afectarnos a nosotros, o envidiamos a los animales, a los que imaginamos libres de esta dolorosa contradicción, y creemos que hemos hecho algo mal al alzarnos sobre el puro mandato del instinto.
Pero, como ya hemos podido comprobar de sobra, ni refinarnos ni asilvestrarnos nos saca de esta rueda infinita.
A veces, intentamos puentear esta parte de nuestra condicion humana consagrándonos ciegamente a algo y procurando hacer oídos sordos a lo que pasa con el resto, bien racionalizado el curso de las cosas para que no nos chirríe demasiado y le demos a nuestro callejón el nombre que le demos, como puedan ser ciencia, espíritu, familia, arte, éxito, placer, manía, fútbol, ideología, ecologismo, inmolación, colección de cromos… Sin embargo, tampoco esta escisión consigue acabar con ella.
En el ámbito de la máquina, la libertad es burda y escasa. Somos una pieza más, esclava del engranaje predecible del mundo. Éste es el terreno en el que los hinduístas hablan de «maya» y los cristianos de «la carne» (aunque muchas personas equivocadamente lo confundan con el sexo y eso dé lugar a ideas pintorescas). Es tan grande la sed, la tensión, a pesar de todo… La sed de libertad del mismo animal que se niega filosóficamente, casi experiencialmente, la posibilidad de elegir aún abandonándose al capricho o al deseo.
Para la máquina, la frustración por la irremediable falta de libertad se traduce en desesperación, desinterés, futilidad o violencia. A través de la máquina, no hay salida posible, y los reiterados intentos únicamente sirven para subrayar esta incapacidad.
Cómo hacer cuando sólo maya, la carne, el mundo de la máquina son obvios y, no obstante, nuestra naturaleza anhela y tiende a otra verdad igual que en el desierto se ansía y se busca un oasis. De qué estaremos hechos para llevar en nuestro interior este impulso incluso, si hace falta y en la práctica, más allá de las conclusiones de nuestro pensamiento. Obligarnos a asumir nuestra penosa falta de libertad, propia y ajena, nos sume en el más desapegado de los casos en una paz insoportable y falsa.
Atravesar la ilusión – los engaños de «maya», la tiranía de «la carne» – supone un absoluto salto al abismo justo por eso, porque sólo maya y la carne son palpables, porque los pobres locos que no tienen nada que perder pueden, si se equivocan, perderlo todo, y como unos idiotas, además. Qué aterrador. Quién no conoce este miedo, este tira y afloja entre el hambre y la conservación que acaba comiendo cualquier cosa para entretenerse. La máquina soy yo, al fin y al cabo, y tal vez únicamente los delirios de un mono neurótico a través de milenios nos empujen a creer que podemos aspirar a algo más que a la máquina.
No puede ser una cuestión de fe. Al menos de fe entendida como aceptar una creencia luminosa y arrojarse a ella. Qué mayor infierno que esforzarse en encajar en esa desconexión elegida. Quizá sólo el de vivir en las fauces de una libertad inexistente.
El mundo nos mantiene ciegos, sometidos y cuerdos. Pero a veces, cuando salta en pedazos, se desencadena la batalla más fuerte, la lucha de titanes entre la sensatez y el disparate, la fantasía y la realidad, lo evidente y nuestros ensueños, el empeño en seguir controlando las cosas y la aceptación de que van más allá de lo que imaginamos, la necesidad de saber quiénes somos y el vértigo de descubrir que no tenemos ni idea de lo que llevamos dentro ni de lo que nos queda por desvelar… A veces, logramos reconstruir el escenario quebrado y todo vuelve a su exasperante cauce; otras, es imposible.
Cuál será el buen juicio indispensable para entregarse sin perderse, para rendirse sin enloquecer, para distinguir entre los espléndidos fantasmas que crea nuestra propia mente y la manifestación de lo que está más allá de la ilusión tangible, de la ensoñación palpable. O dicho muy sencillamente, cómo atreverse a seguir ese camino en el que todo nuestro ser está, al fin, encajado pero ya no encaja en el mundo que lo seduce y lo domina.
Hacemos bien en creer en la libertad porque, hecho jirones el mundo, no hay otra cosa, y podemos hacer lo que no creíamos factible, y es lo único que tiene sentido, y además – por fin – no hay nada en nuestro interior, ningún miedo, ningún antojo, ninguna contradicción interna, que nos impida hacerlo tal y como ha de ser.
Y sucede, tanto como antes sucedía irremediablemente lo contrario.
Es de locos. A quién no le ha temblado – no le sigue temblando – el pulso.
Tanto tiempo creyendo que se trataba de dejarse suelto y ahora resulta que se trata de hacerse dueño.
Marian Quintillá
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