Está claro que no hace falta; sin embargo, quiero empezar diciendo que esto es un cuento: un relato de hechos inverosímiles que les suceden a unos personajes creados. En el caso de que a alguno de vosotros, al leerlo, le parezca otra cosa, es posible que se deba a que tiene un contacto lamentablemente pobre con lo real o a que conoce al ángel de la Navidad, pero eso es asunto suyo…

Dice una tradición que, el día 21 de diciembre, el ángel de la Navidad entra en las casas para darnos luz y guiarnos en la entrega al espíritu de este tiempo especial. Desde luego, yo no soy quién para poner en duda tal cosa ni pienso hacerlo. Lo que pasa es que, más allá de la información que suele correr por ahí acerca de lo que está ocurriendo o ha ocurrido justamente hoy (mucha de ella, desde luego, muy maruja), hay algo sobre ese ángel que también debéis saber. No sólo entra en las casas el 21 de diciembre. De hecho, puede hacerlo en cualquier momento, en cualquier día de cualquier mes del año, incluidos algunos aparentemente tan poco adecuados como, por ejemplo, abril o agosto. Sucede. Despista mucho, claro, porque casi nunca se nos ocurre que es él, ni lo reconocemos, ni nada parecido, y esa luz, esa guía para el tiempo de Navidad, se nos queda aparcada, enterrada de una forma extraña. Por ello, en su momento brota sin que nos demos cuenta de qué es lo que está brotando ni desde dónde. Así es y así ocurrió en este caso. Feliz Navidad, guerreros.

I

En la historia que voy a contaros, el ángel se presentó un día de otoño. Un día hundido en un tiempo convulso, desapacible, que no había empezado muy bien y que antes de llegar la hora de la cena empeoró mucho más. No daban ganas de nada, pero ellos tenían un trabajo que preparar, pocos espacios para hacerlo, algo de prisa, así que se aguantaron el deseo de quedarse tomando vino y queso delante de la tele, olvidándose del mundo, y se pusieron a ello. Prosaicamente. Pensaron en la cena, en lo que había que hacer y cómo convenía hacerlo… Qué os voy a contar que no hayáis vivido montones de veces. Era forzado y soso, a pesar de que los dos estaban de acuerdo en que no quedaba otro remedio que ocuparse de eso ya.

Era, como digo, un día desabrido y malhumorado de otoño, próxima ya la hora de la cena, cuando el ángel de la Navidad entró por la ventana cerrada. Les tocó no sé si la frente, el corazón o qué. Rompió el esquema que habían estado construyendo. Y además, de la manera más insensata o desustanciada que podía haber elegido, quizá.

Ella, sin saber cómo, se olvidó de lo que había empezado a hacer. Se apoyó en el sofá, con el cuaderno y el bolígrafo a un lado. El ángel la tomó de la mano. No lo vio, os lo aseguro. Sólo empezó a viajar por toda su existencia, desde el principio, recorriendo los distintos lugares en los que había vivido, viendo pasar a través de sí a las personas a las que había conocido. Podía ver los tendidos telefónicos, los cables de la luz desde la ventana del asiento de atrás del coche de sus padres, las calles sin asfaltar, el alumbrado público con luces en forma de chupete, los pasillos de casas que hacía tiempo que no pisaba ni volvería a pisar… pero nada de eso era importante en sí mismo. Lo importante, lo increíble, era lo que le estaba sucediendo. Todo el amor de su vida se le estaba metiendo dentro.

Esto hay que explicarlo, claro, incluso aunque no sea necesario. Lo cierto es que, con el amor, solemos ir enormemente despistados. Lo hay a raudales, pero de la mayor parte ni nos enteramos, y eso suele ser sobre todo por tres causas. La primera, la inconsciencia: es lo normal, está ahí siempre, lo damos por hecho, es simple, ni se nota. La segunda, la angustia: estamos tan preocupados por las cosas, tan agobiados por el sufrimiento, que no podemos prestarle atención ni disfrutarlo de verdad ni aún en el caso de que nos demos cuenta de que está ahí. La tercera, no sé si decir la amargura o la tiranía: si no es como nosotros queremos o como nos lo hemos imaginado, lo negamos, lo rechazamos, lo escupimos y lo convertimos en motivo de dolor. Bien, pues el caso es que entre las tres maneras, cada uno de nosotros dedicado más a unas que a otras según sea nuestra especialidad, nos perdemos el brillo, la maravilla del amor que desde el principio la vida ha ido derramando sobre nosotros. Y ella, de la mano del ángel, sencillamente podía ver todo lo que no había visto, llenarse de todo lo que se le había pasado por alto, y era tanto, tan indescriptible, que de pronto se sorprendió con la cara llena de lágrimas de felicidad, sintiéndose como una tonta porque pasar, lo que se dice pasar, en aquel momento no estaba pasando nada más que lo que ya había pasado previamente.

Se llenó de amor.

Esa frase hay que leerla despacio porque, si no, uno no se da cuenta de lo que dice. Se-lle-nó-de-a-mor. Rezumaba. Pero no creáis que era una cosa aparatosa, qué va. Era muy serena. Era ser feliz por algo inconmensurable que es gratis, que es bello, que es glorioso, que es simple simplísimo y que está ahí.

A ella, ya le habría bastado con aquel exceso, pero al ángel no le gusta hacer las cosas a medias. Quién sabe dónde la tocó  esta vez. El caso es que el amor siguió creciendo y creciendo hasta que, sin dejar de ser amor, empezó a estallar también en placer, en un placer grandioso, como si un amante rendido y entregado pudiera dedicarse a complacerla a toda ella a la vez, milímetro a milímetro, hasta un punto que nosotros, con toda la imaginación que tenemos, que no es poca, no podemos llegar a imaginar. Tanto que en ese momento, en lugar de sentirse tonta como cuando lloraba, empezó a pensar que se estaba volviendo loca.

II

De ese modo fue como salió del aturdimiento en el que solía vivir sin enterarse, perdida entre todas aquellas cosas terribles que pasaban. Así. Se rompió en alegría. Y esa alegría enorme, perfecta, tenía que salir. Era natural que saliera. Se fueron cayendo las empalizadas pintadas hacía mil años, con retoques y añadidos según sucesivos acontecimientos, los discursos con los que se hablaba silenciosa y continuamente acerca de sí misma y de todo lo demás… Por eso, cuando lo miró a él, era la ella plena e inesperada que, por decirlo de algún modo, siempre había tenido dentro y nunca había sido más que a medias.

Y rieron. Claro que rieron, porque la alegría es divertida, sorprendente, encantadora, chispeante, aguda. Profunda y ligera. Porque reír es celebrar la vida y aquel amor sin límites era, sencillamente, barra libre. Dar, dar, dar… sin que nunca se agotara, viendo crecer más y más la fuente a medida que el agua brotaba de ella con mayor caudal.

Contra lo que suele suceder entre los seres humanos incluso en las circunstancias más arrebatadoras, no había ni una milésima de mezquindad entre ellos. Se vieron completos. Se encontraron sin abismos ni alambradas, atreviéndose a tocar lo que también habían tenido desde siempre y nunca se habían permitido más que a medias. Se lo dieron todo.

Para ella, sin dejar de ser él, él fue todos los hombres: el héroe, el animal, el camarada, el guerrero, el cómplice, el artista, el feriante… ¡¡Oh, dejémoslo, habría docenas que nombrar!! Baste con decir que no faltó ninguno de cuantos ella pudiera haber añorado o deseado. Fue joven y viejo, ingenuo y sabio. Valiente, audaz y claro. Bello como la verdad es bella. Grande como la verdad es grande. Tanto tiempo y tampoco lo había podido ver jamás hasta ese instante.

Tan sorprendida estaba que hasta habría jurado que, en el pecho de aquel hermoso fauno color canela, vislumbraba pequeñas florecillas de colores enredadas en el vello.

Es que el amor, cuando es amor, hace cosas muy raras pero, incluso las que parecen carecer por completo de sentido, lo tienen.

III

Y desde allí, refugiados bajo un desorden de mantas de colores de otoño, ella se dio cuenta de que podía al fin mirar el mundo con todo el corazón. Ya no había enfado, ni dolor, ni miedo. Sólo compasión y risa, amor y firmeza, porque los humanos hacemos lo que podemos pero a menudo lo que podemos hacer es a la vez triste y gracioso, conmovedor y tonto, y hasta grave. Se rieron de amor y ternura por ese mundo bobo del que formaban parte sin poder encontrar la mala leche para ponerse debidamente serios, ni la solemnidad para agrandar el peso de las cosas. Simplemente, lo comprendían todo como un niño comprende y como se comprende a un niño.

– ¿Qué nos pasa? ¿Se nos ha ido la olla?

– Yo creo que es el resto del tiempo cuando estamos locos.

IV

Desde luego, aquello no sólo habría sido más que suficiente, sino hasta quizá más que excesivo, pero al ángel de la Navidad no le gusta que le digan hasta dónde «ya basta». Eso es sencillamente porque nosotros no sabemos hasta dónde «ya basta», aunque nos encanta ponernos chulos intentado contener la cuestión y, a pesar de jugar a querer más y más, a la hora de la verdad siempre preferiríamos quedarnos cortos porque nos da miedo que las riendas se nos vayan de las manos.

Así que los volvió a tocar, a cada uno de ellos en un lugar distinto y también en el mismo. Y se encontraron juntos contemplando lo eterno, lo infinito, que era, al fin y al cabo, a lo que el ángel había ido y lo que estaba haciendo desde el principio.

Allí estuvieron largo rato, suspendidos, fascinados, diría asombrados pero asombrados es muy poco. Lo que los desbordaba era darse cuenta de lo que de verdad estaban viendo, mostrándose ante ellos, sentados en el sofá del salón de su casa.

Ella lo había notado desde el primer momento, aunque no así, no tan diáfano. La había llenado de sorprendido entusiasmo descubrir su abundancia, la anchura inesperada de su libertad, lo gozosamente generoso de su naturaleza… Barra libre, se dijo de nuevo, sonriendo.

Y supieron que, fuera lo que fuera lo que les había sucedido (porque, recordad, ellos no habían visto al ángel), las cosas ya no podrían ser totalmente como antes ni siquiera aunque se empeñaran en enterrar y olvidar lo vivido.

V

La cena ya estaba fría. Les dio lo mismo. Los proyectos de trabajo parecían una broma graciosa, una de esas tonterías que nos gusta planear para que la vida se divierta torciéndolas.

– ¿Nos vamos a dormir?

– A mí, hoy me gustaria salir al jardín a ver amanecer.

Ella recordó cómo, de estudiante, disfrutaba de hacer cosas así, pero después había aprendido frases como «hay que descansar lo suficiente». Y se rió de nuevo para sus adentros.

VI

El ángel se marchó, o esa sensación daba. Se quedaron con sus vidas de siempre, el trabajo pendiente de hacer, los enfados por las tonterías, la incapacidad para verse y ver el mundo tal cual es cuando uno abre los ojos… Locos y tontos, como de costumbre. Loquísimos y tontísimos a veces, incapaces de salir de los agujeros en los que se metían incluso en los momentos en los que podían darse cuenta de lo que les pasaba.

Aunque, para hacer honor a la verdad, hay que decir que no era del todo lo mismo y que, de alguna caprichosa e insistente manera, persistía en ellos la ambición de recuperar la cordura, la claridad que el ángel les prestó por una noche.

Pasaron las semanas. Llegó el invierno. Su visita se les fue quedando atrás. Tenían estrés, y hartazgos, y agobios, y belleza también de vez en cuando. Andaban descentrados, dispersándose siguiendo la pista de los trastos y asuntos que acumulaban en el día a día.

Se habría dicho que quizá el ángel había pasado casi en vano.

Entonces, llegó un día de invierno, avanzado diciembre, destemplado, helador. Refugiados en un restaurante, esperaban la cena. Nuevamente charlaban de trabajo.

No os lo he contado antes, pero a ellos les encantaba brindar por las cosas, por sus gentes queridas. Solían hacerlo sin necesidad de que fuera una situación especial.

– Por lo que tú quieras – Dijo ella.

Y, si os queréis imaginar la escena como corresponde, haréis bien en saber que se disponían a tomarse unas cervezas delante de un bocadillo de pastrami.

Él dudó. Parecía que iba a decir algo pero no llegaba a hacerlo.

– Es que no encuentro las palabras.

Cerró los ojos un momento para volver a abrirlos con la mirada clara.

– Por eso bueno que está naciendo, aunque aún no sepa su nombre. Porque yo siento que está naciendo algo bueno.

Y ella estuvo de acuerdo.

Marian Quintillá