Poesía callejera

Poesía callejera

Es cierto que estamos solos, que nadie nos ahorra vivir nuestra vida paso a paso ni puede acceder a ciertas estancias de nuestro interior. Lo que nos sucede nos sucede a cada uno de nosotros. Incluso en las experiencias que compartimos, en lo que «nos ha pasado a todos», no puede darse una fusión tan completa que eluda las sutiles y pertinaces simas que nos separan. Nunca seré tú, ni serás yo, y cada uno disfrutará su fortuna, sostendrá su desgracia, hará su camino y morirá su muerte. Por mucho que nos importemos, la misma piel que nos pone en contacto es la que delimita dónde acaba cada uno de nosotros.

Es cierto que avanzamos entrelazados, rozándonos hasta en la distancia. Resonamos continuamente los unos con los otros, experimentando movimientos internos amplios o sutiles. Sentimos, pensamos, actuamos conectados… Batimos nuestras alas y el efecto mariposa puede desencadenar lo que racionalmente no parece tener sentido, lo que no estaba previsto. Por mucho que nos esforcemos en vivir independientes unos de otros, los canales que nos unen incineran el secreto de nuestra autonomía. Nunca seré yo ni serás tú como si uno de nosotros no existiera, y nuestra fortuna, nuestra desgracia, nuestro camino y nuestra muerte se hallarán imbricados hagamos lo que hagamos, incluso si lo que hacemos es ignorarnos o pelear los unos con los otros.

Así sobrevuela y empapa el amor esta sucesión de sístoles y diástoles, ahora aislados, ahora mezclados, ahora solos, ahora superpuestos, cuando no simplemente a la vez. Ésa es la aparente paradoja humana. Podemos poner los ojos en la separación y declararnos emancipados. Podemos poner los ojos en la unión y declararnos comprometidos. Pero sólo cuando miramos ambas circunstancias a la vez empezamos a dejar de ser tuertos.

No se trata de elegir, sino de abarcar. Elegir nos empobrece porque nos hace esclavos de una mentira.

Somos capaces de hacer del altruismo condena y del egoísmo virtud, y ambas cosas nos vuelven igualmente débiles y quebradizos, agotados por tener que jugar de farol la partida. Entonces es cuando nos hace falta la humildad, para sobrellevar por igual el dolor de la soledad última y la fragilidad de ese ineludible necesitar de los demás de un modo u otro, estar unidos a ellos.

Nadie gana solo. Nadie pierde solo. Ninguna victoria o derrota son absolutas porque en ellas arrastramos la totalidad del mundo en el que vivimos con sus consecuencias. Tú y yo ganamos lo ganado y perdemos  lo perdido. Ninguno de nosotros desaparece al acabar la batalla. Tal es la realidad del corazón.

Y cuando cierro la puerta de mi cuarto, estoy sola. Y cuando cierro la puerta de mi cuarto, no hay puerta, ni muro, ni foso, ni alambrada que puedan detener vuestras presencias.

Marian Quintillá