Queridos guerreros.

Dos semanas después del último taller, pienso en cómo estará nuestro jardín. Sabíamos de plantas y árboles que crecen en él fuertes desde hace tiempo, descubrimos otras que lo estaban haciendo enérgicamente sin haber sido apenas percibidas y encontramos también algunas especialmente delicadas, más desconocidas, menos desarrolladas pero igualmente ciertas y, desde luego, imprescindibles, que persistían tenazmente a pesar de que les habíamos negado la mirada y la atención durante la mayor parte de nuestro tiempo, que incluso creíamos que no estaban allí. Todas necesitan algo. Ser podadas, desbrozadas, abonadas, regadas, simplemente observadas, contempladas, celebradas, guiadas, desparasitadas… atendidas. Consciencia, lo llamamos, y también responsabilidad, claro está.

Cómo es el corazón con el que estamos ocupandonos de nuestro jardín. Cuál es su pulso.

Pensaba en nuestro jardín porque pensaba en nosotras y en vosotros, los guerreros con los que nos hemos encontrado a lo largo de tantos años… Hay tantas cosas que hemos vivido en esos encuentros, que nos hemos mostrado desde la pura experiencia a lo largo de la travesía… En las próximas entradas, quiero hablar de algunas de ellas que se hicieron presentes, recientes o antiguas. Por supuesto, me dejaré muchas: es imposible abarcarlas todas… Y a vosotros, guerreros, van dedicadas todas, como no podía ser de otro modo.

Nuestro corazón, el verdadero, es el que finalmente nos mueve cada día. No son los nombres o los adjetivos con los que nos definimos, ni lo que nos escribimos en la camiseta, ni lo que nos tatuamos, ni el símbolo que llevamos en una pulsera o colgado al cuello de una cadena, ni nuestro lema o el de nuestra familia, ni el contenido de los carnets con que nos adscribimos a colectivos, ni aquello con lo que nos gusta identificarnos, soliviantarnos, ataviarnos, conmovernos…

No. Es lo que llevamos a cabo. y a veces tiene relación con todas o algunas de esas cosas y a veces, sorprendentemente, no.

Somos lo que hacemos. Lo que construimos y lo que destruimos, lo que realizamos y lo que omitimos, lo que desechamos y lo que elegimos. Nuestra vida es lo que vivimos. Nuestra actitud es la que sostenemos.

Esto no quiere decir, por supuesto, que nuestros sueños, nuestros pensamientos, nuestros sentimientos… no puedan formar parte, e incluso una parte útil y honda, de lo que nos constituye, pero sí que significa que no tienen por qué constituirnos más allá de lo trivial, que pueden simplemente ser maneras de perder el tiempo, mentirnos, hechizarnos, despilfarrar el poder y pasar el rato. 

Hace falta ser valientes, disciplinados e impecables para estar presentes en la vida. 

Quién lleva las riendas del caballo, si es que hay alguien que las lleva. Pues ése es el corazón.

Si queremos saber cuál es nuestro corazón, miremos nuestra vida, de qué está hecho nuestro amor, en qué empleamos el tiempo, a qué damos lugar, cómo contribuimos a dar forma al mundo. Ésa es nuestra verdad. Ésa y no otra.

Es cierto: soy lo que hago.

Uno de los inconvenientes de decir «soy lo que soy» es que nos permite quedar descorazonados, despistados o deslumbrados simplemente con nuestras imágenes. Esto pasa a veces y tan pronto creemos que intoxicamos el entorno con la mera miseria de nuestra existencia insuficiente como nos convencemos de que nuestra bendida presencia y lo que de ella emana bastan para volver afortunados, e incluso hasta nutrir, a los que nos rodean. O sencillamente no nos damos cuenta de cómo son en realidad las cosas. Lo que creo que soy sin lo que hago no es más que un espejismo que me distrae.

Soy lo que soy pero ¿acaso puedo saber qué es lo que soy?

Lo que soy es más grande que lo que puedo abarcar y más sencillo que lo que lo puedo concebir. La conclusión que se desprende es fácil. Lo difícil, sostener la incertidumbre: por eso no podemos parar de contarnos cuentos.

Así que soy lo que hago. Lo soy en un sentido profundo, radical, comprometido.

Desde mi corazón de guerrero, soy lo que hago como expresión coherente y poderosa de mí. Soy lo que hago y hago lo que tengo que hacer, y lo que hago, lo que tengo que hacer y lo que soy son una misma cosa.

Así que detengámonos a forjar el corazón y a poner en su mano el gobierno. 

Y que sean nuestros actos, nuestras actitudes, y no nuestras palabras las que hablen de nosotros. Ni siquiera ante nosotros mismos.

Marian Quintillá