Queridos Guerreros, mañana nos vemos. 

Y al tiempo que sentimos la alegre tensión que precede a este encuentro, os dedicamos esta última reflexión previa al taller. El viaje está a punto de empezar. Confiemos y a ver dónde nos lleva…

Hagamos la lista de nuestras guerras, las grandes y las pequeñas, simplemente para echarles un vistazo y darnos cuenta de en qué planeta bélico tenemos cautivos nuestro corazón, nuestro espíritu y la energía que nos da la capacidad de actuar.

Hagámosla despacio porque es fácil que no nos demos cuenta de cuántas batallas sustentamos y mantenemos día tras día a lo largo de la vida, con nosotros mismos, con los demás, con esa conformación de las cosas que es más grande que todos nosotros juntos y de la que no podemos escaparnos…

Aliados y contrincantes. Amigos y enemigos. Justo e injusto. Tolerable e intolerable. Hijos de Dios e hijos de puta. Racionales y fanáticos. Nosotros y ellos. Jekyll y Hyde.

¡¡Cómo se nos van de las manos esas contiendas…!!

Sin embargo, ¿cuántos de nosotros diríamos que no somos gente de paz?

Pues, si esto es ser gente de paz, ¿cómo será ser gente de guerra?

Hagamos la lista de nuestras guerras y no la de las de los otros, porque hacer la de las de los otros echa leña al fuego de la lista de nuestras guerras. Parece un trabalenguas. Tres tristes tigres y eso.

Hagámosla, por curiosidad, por consciencia, desde la batalla más gorda, ésa a la que no renunciaríamos porque nos va la identidad o la vida, a esos piques tontos y fugaces con los desconocidos con los que nos cruzamos o en Facebook,  porque mira que hay gente estúpida, cabecicuba, incomprensible, nada empática, políticamente correcta o incorrecta…

En nombre de un mundo mejor, de la fidelidad a nosotros mismos, del respeto, de la justicia, de la franqueza…

Hagamos la lista de nuestras guerras y, al lado, la del precio de esas guerras: las heridas incurables o mal cerradas, el desgaste, las distancias, los inocentes, los daños colaterales, los lazos rotos, las miradas deformadas, la dureza del corazón, el miedo, el desprecio, la rabia sin fin…

Hagamos esas listas, mirémoslas y sepamos quiénes somos también, qué prisioneros de nuestras contiendas cargamos a la espalda. Contemplemos las armas que afilamos, sintamos los músculos que mantenemos tensos.

Nosotros, la bienintencionada gente normal que, parece ser que a diferencia de otros, sólo quiere vivir tranquila, hacer las cosas lo mejor posible y contribuir a crear un buen mundo. Los que, hasta cuando decimos «la culpa es nuestra», a menudo queremos decir que los que tendrían que arrepentirse al escucharnos son los demás.

Nadie puede ser Guerrero sin responsabilizarse de sus guerras: imaginad, no sólo la inmensa pérdida de tiempo, sino también el destrozo. O quizá no haga falta imaginar y baste con detenernos a mirarlo porque ya lo tenemos alrededor.

Como poseo el poder de favorecer a cada paso, según me parezca, la guerra y la paz, mío es igualmente el compromiso de darme cuenta de qué hago con ellas a cada paso. Más allá de lo que me desahoga o de lo que me revuelve las tripas.

David hablaba hace poco en Facebook, en un texto que inspiró a muchos, de que somos una especie guerrera (podéis leer la entrada aquí). Guerrera para lanzarnos a la guerra y guerrera para responsabilizarnos de ella. Y en estos momentos revueltos en los que todos nos manejamos como mejor sabemos a pesar de la mala mar que nos agita, recuerdo unas palabras que empiezan a ser ya antiguas: «El centro del camino del Guerrero es el corazón que lo mueve, no la guerra. En realidad, nos atrevemos a decir no sólo que lo propio del Guerrero no es la guerra, sino que lo propio del Guerrero es acabar con la guerra: la que está “dentro” de él y la que libra con “lo de fuera”. El Guerrero sólo hace la guerra cuando no hay más remedio y únicamente para acabar con el conflicto».

Pero cómo vamos a acabar con ninguna batalla cuando creemos que somos gente de paz, cuando apenas notamos las reyertas en las que andamos perdidos cada día.

Marian Quintillá