El bosque era espeso, oscuro y denso. No había veredas. Sólo helechos, musgos, hierbas, árboles cuyas raíces se entrelazaban y aparecían, medio expuestas, medio hundidas, como garras en el suelo irregular… Por todas partes, oculta, se adivinaba la vida a través de crujidos y susurros. El viento. Revoloteos. Pasos. Las voces de los animales.

No había soledad, siendo estrictos. Sin embargo, él estaba solo. Andaba escuchando el sonido de sus botas, despacio, no sabía hacia dónde. Tampoco podría haber dicho que se encontrara perdido. Sólo avanzaba dispuesto a encontrarse lo que estuviera por acontecer.

Entre las hojas, se filtraba el sol. Poco sol, lejano. Hacía frío. Olía bien, a tierra húmeda, a vegetación, al mundo en estado salvaje.

Hasta el momento, no se había preocupado por ninguna cuestión, ni por lo que había dejado atrás ni por la incertidumbre de lo que le esperaba. Qué tenía que perder. Nada. No le quedaba nada. Aquello, comprendió, lo hacía libre, fuerte, imprevisible… peligroso, incluso. Sólo lo que permaneciera vivo en su corazón lo seguiría anclando a la especie humana, evitando que depredara por placer o dolor. Estaba a punto de comprobar de verdad lo que en su corazón había. Junto al fuego, en las agradables noches civilizadas al lado de los suyos, cualquier palabra grandilocuente podía conmover el sentir, inflamar el alma, acallar el miedo, justificar la conciencia… A la hora de la verdad, en cambio, sólo la verdad aparece y los andamios con los que hemos apuntalado nuestras carencias, nuestras mentiras y nuestras fantasías se deshacen como si estuvieran hechos de arena. No hay ideas, sentimentalismos, heroicidades ni cuentos de viejas. Únicamente lo que uno es, desnudo frente al espejo de la propia mirada, oculto a los ojos de los otros.

Nadie muere por lo que no tiene verdaderas raíces en su ser, pensó rozando con la mano la empuñadura de su espada. Se preguntó quién acabaría descubriendo que era, si habría en su interior piedad o deseo de venganza, desesperación o fe. Si sería capaz de amar de alguna manera o tan solo de arrancar las flores que encontrara a su paso, tal vez para después arrojarlas al suelo, tal vez para conservarlas apresadas entre las páginas del grueso libro que se había llevado al partir.

Quizá nunca había vivido verdaderamente. Quizá la vida lo había estado preparando para aquel momento, aquella hora en la que la nada se había convertido en su única herencia.

Pero no. No estaba vacío ni era un niño de pecho. No se trataba de la nada sino de la ausencia de acomodos, de la pérdida de los refugios. Cómo y en qué creer cuando la vida ha saltado por los aires y no podemos, no obstante, dejar de ser nosotros mismos.

El bosque era espeso, oscuro y denso como su propio corazón. Lo contempló con lentitud y delicadeza. Se sintió en casa por primera vez desde que dejó a la espalda los escombros de su hogar. La luz empezaba a caer. Miró a su alrededor pensando en cuál sería el lugar más cómodo y seguro para pasar la noche. En aquel instante, tuvo la impresión de que no se perdería, no para siempre, al menos. Fuera cual fuera su verdad, al fin.

Porque el bosque y éĺ, de alguna manera, en cierto lugar misterioso en el que descansaba su esencia, estaban hechos de lo mismo.

Marian Quintillá