«Yo no os hago nada, sólo respondo visceralmente a lo que vosotros me hacéis.»
Autor anónimo (que probablemente en algún momento todos y cada uno de nosotros podríamos ser).
Hay mucha más libertad en la acción que en la reacción.
La reacción, no cabe duda, suele ser indeciblemente más fácil, irresponsable y automática. Aparentemente lógica. Desde luego, comprensible. Atada de pies y manos al ego, al miedo, al deseo, a la satisfacción o la frustración de las expectativas.
La reacción acostumbra a salir de las tripas. Nos lleva por donde ella quiere. A veces, tiene la ventaja de darnos fuerza para romper o agarrar lo que ya queríamos romper o agarrar sin atrevernos, pero en conjunto resulta un pobre sustituto del valor y mucho más a menudo nos lleva a hacer lo de siempre, como siempre, y acabar encallados donde siempre, cuando no a despedazar más que lo que queríamos, o lo que no queríamos, o lo que en el fondo no habríamos querido en realidad.
La reacción se ciega frecuentemente con el orgullo, la herida, la rabia, la tristeza, la exaltación de la propia importancia, el concepto personal de lo merecido y de lo justo, el empecinamiento en creer lo que queremos creer…
La reacción nos vuelve marionetas incendiadas por nuestras propias pasiones. Apenas tenemos autoridad ahí.
La acción, en cambio, surge de una totalidad consolidada. Veo, considero, hago. Tomo mis sentimientos, mis pensamientos, mis emociones, mis instintos, mis impulsos… tomo también – y con el mismo cuidado y respeto – mi reacción, y me escucho, y escucho lo que hay dentro y fuera de mí que, desde el oscurecimiento que precisa la reacción, soy incapaz de captar.
Me veo. Te veo.
La acción tiene el dominio de la fuerza. Quizá destroce menos ampliamente que la reacción, pero apunta mejor. Quizá infunda menos miedo a corto plazo, pero gana en lo importante más a menudo.
La reacción es autocomplaciente, casi siempre a un precio alto y con un pobre resultado. La acción expresa por completo al Guerrero, paga el precio que es necesario pagar y opta por obtener lo más valioso sin distracciones ni prisas.
La reacción, mientras no está integrada en la acción, es con frecuencia arrogante, miserable o ambas. La acción es sabia.
Sólo cuando la reacción se injerta humilde y valientemente en la acción, cuando se apoya en el corazón, en el centro, y no en las tan demandantes, manipulables e inmediatas pasiones, su contundencia y su energía están al servicio de la verdadera fuerza. Para esto, hay que adueñarse amorosa y decididamente de uno mismo. Entrar en el dolor que habríamos alejado de nosotros con la primera patada, en la ambición a la que nos habríamos aferrado con la primera mirada, ésas tan viscerales y, desde nuestro punto de vista, razonables, hasta atravesarlas y salir comprendiendo la profundidad de su sentido y de lo que nos estaban ocultando con su excesivo brillo.
El Guerrero que va de reacción en reacción está perdido. Destrozará por igual lo que ama y lo que odia, lo que desea y lo que teme. Su único consuelo será saber que también ha dejado heridos a los otros. En la venganza, permanecerá hambriento, y la guerra no se acabará nunca.
El Guerrero que actúa tiene ganancias y pérdidas, puede precisar tiempo, pero encuentra la reconciliación verdadera con las cosas, sean propias o ajenas, y ve ponerse el sol sobre su corazón en paz.
Marian Quintillá
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