Queridos amigos.

A menos de dos semanas del Taller de Otoño del Guerrero Interior, vamos viéndoos llegar mientras preparamos los últimos detalles y perfilamos los últimos cambios de esta nueva edición. Muchos de vosotros ya habéis aparecido, unos conocidos y otros aún desconocidos para nosotras, unicamente quedan los últimos huecos para que veamos el grupo formado. Por alguna razón, eso siempre nos emociona: contemplaros en forma de nombres cuando todo está aún por suceder.

El Taller de Otoño suele estar próximo al día de Todos los Santos y al Día de Difuntos, momento especial en el que tantas tradiciones y creencias se trenzan en una celebración cuya forma y sentido cada uno conoce para sí, del que se dice que en él se abren las puertas que separan (y quizá también unen) el mundo de los vivos y el de los muertos. En estos momentos, recordar a los nuestros es prácticamente natural puesto que, si una parte tan fundamental de nuestra fuerza viene del amor, sus cimientos no pueden estar separados del amor que ya se ha consumado por completo.

Mantener el corazón es saltar al vacío: nos hace tan sólidos como vulnerables cuando normalmente preferimos ser más duros que sólidos pero, a cambio, estar a salvo y dominar.

Dominar no es ganar: hay que asegurar continuamente las fortificaciones y eso nos vuelve esclavos de lo que hemos llamado victoria.

Mantener el corazón es verme y verte. Y la sospecha insidiosa de que el primero que caiga ahí se hará más débil planea sobre nosotros como el soplo de un fantasma invisible.

El Guerrero es el que entra en el conflicto con corazón. Por eso acaba la guerra en lugar de engancharse eternamente o incluso dejársela en herencia a unas cuantas generaciones más de batalladores fieles. Y este poder, el poder de entrar con el corazón, de mantener el corazón a través de la batalla, es lo que nos distingue, nos humaniza, nos une, nos lleva a encontrarnos y nos perfecciona. Lo que nos pone al servicio de la curación en vez de animarnos al saqueo de los mercenarios, que cobran el riesgo de su vida con sueldos y despojos.

Decir que entrar con corazón, sustentarse en el corazón, guiarse desde el corazón, nos hace fuertes parece una locura. Se diría que las que nos hacen fuertes son esa imperturbabilidad obstinada y esa furia que nacen de las tripas o del derecho  que da tener razón, sea eso lo que sea. Qué se puede esperar, en cambio, de algo que, en lugar de aunarse con lo inconmovible, se aúna con lo frágil. No es monolítico, no es implacable, no es obcecado, no es ciego, no es tuerto siquiera.

Después de tanto tiempo, diría que esto se entiende mejor al revés: quién sino alguien fuerte podría atravesar un viaje semejante manteniendo el corazón como timón y faro, sin indignarse por no recibir una retribución similar, sin desinflarse, ni abandonar, ni transformar la entereza en desapego o rabia, ni rendirse… ni descorazonarse.

Es dífícil tener corazón. A las primeras de cambio, lo sustituimos por las tripas y ni siquiera nos damos cuenta. Al fin y al cabo, todo sabe a pasión y, en el fragor de la contienda, cualquiera lo distingue…

Pero no se parece en nada. En nada. Sólo cuando estamos locos confundimos los sabores.

Lo que pasa es que ¡¡estamos tan fácilmente locos…!!

Se puede tener a la vez corazón y miedo, pero no sacar el corazón del miedo porque correr tamaño riesgo con consciencia sólo puede apoyarse en el amor.

¡¡Ay, el amor y el miedo!! Qué difícil es eso…

Los muertos que se atrevieron a morir ya no tienen miedo. ¿Qué podrían perder? En cambio, son capaces de amar con amor infinito, justo por eso. ¿Qué cómo lo sé? Lo sé como lo sabemos la gran  muchedumbre de los que tenemos buenos muertos amados nutriendo las raíces de nuestra fuerza. Nadie nos lo ha dicho: simplemente, hemos sentido correr el regalo de su amor por nuestro cuerpo como la sangre, como la lluvia, por dentro y por fuera, y hemos sabido lo que ninguna razón puede dar y ninguna negación puede quitar. No nos corresponde por ello ningún mérito, ni mucho menos. Es suyo y sólo porque nos lo dan y porque lo aceptamos se vuelve nuestro. Eso también es un salto.

No olvidemos a nuestros buenos muertos ahora que ya no se asustan y su sabiduría se ha vuelto puro obsequio. Posiblemente nadie de entre los vivos puede susurrarnos al oído nada semejante a lo que susurran ellos. Y si andamos con los oídos tapados para sus voces, volverá el ruido, volverá el miedo y el corazón se nos encojerá como una pasa mientras las tripas se amurallan y el abismo se hace eterno.

De dónde me viene hoy esta locura, quizá la locura más cuerda. En estos días de santos y difuntos, voy a comer, a cenar, a celebrar y a brindar con mis vivos y mis muertos. Mi amiga Carmen, de Mérida (México), me mandó un vídeo hace poco grabado en idioma maya. Qué sencillo. Qué sabio. Qué encarnado. Quizá un poco sentimental, no importa. Cómo hemos olvidado ese lazo tan íntimo, tan cierto. Así vamos, asustados y descorazonados, haciendo de tripas corazón, que se dice, y qué exacto es eso. Hagamos corazón del corazón, en cambio, para que el Guerrero nos crezca y nos encuentre, y podamos acabar la guerra. Para que el miedo al fin no empañe la mirada clara del amor.

Marian Quintillá