Cuando yo era pequeño recuerdo haber echado una quiniela con mi abuela. La primera de mi vida. Recuerdo qué bien que me lo pasé con ella y toda la ilusión que le puse. Tanta, tanta, que realmente estaba convencido de que íbamos a acertar los 14. Podéis imaginaros mi decepción y mi descreimiento cuando toda mi ilusión se tropezó de bruces con la realidad.
Es por eso que no he podido menos que sonreirme un poquito ante la masiva decepción general que reinaba en mi mundo circundante tras las diversas votaciones que han tenido lugar en los últimos días. Y acompañada, como no, de las típicas descalificaciones e insultos mutuos a los que ya estamos tan acostumbrados, entre las que destaca, de manera especial, la creencia de que el nuestro es un país de tontos. Y aclararé, antes de que alguien me califique a mí tambien de manera apresurada, que hablo en un sentido amplio, pues me estoy refiriendo, no sólo a más de un bando, sino a más de un país. No voy a hablar aquí de resultados electorales ni pretendo hacer análisis político alguno. Para eso ya están los sesudos periodistas y los propios políticos que se van a asegurar de hartarnos hasta la saciedad durante los próximos días, pero sí que quiero hacer la sencilla reflexión de que tamaña decepción no oculta sino la misma polarización de siempre bajo un prisma algo diferente. Sería algo así como decir:
«¿Pero cómo puede alguien ser tan imbécil para osar pensar de cualquier otra manera que aquella de los que tan claramente tenemos razón?» (véase Yo tengo razón). «Y es que, si el país va mal, sólo puede ser por toda esa panda de mastuerzos que votan lo que no deben. ¡Ay, si de una vez se rindieran a hacer lo correcto, que casualmente es lo que hago yo, otro gallo nos cantaría… !»
Sinceramente, yo también creo que vivimos en un país de tontos. Conozco tontos que votaron al PP, tontos que votaron al PSOE, tontos que votaron a Podemos, tontos que votaron a C’s, tontos que no votaron o que votaron a cualquier otro. Creo que hay tontos para todos los gustos y de todos los colores y que si estamos donde estamos es básicamente porque en este país no cabe un tonto más ni de canto. Pero, precisamente por eso, decidir que alguien es tonto solamente por haber votado a tal, a cual o a Pascual, me parece una muestra de gran pretenciosidad y de una enorme superioridad moral. Quizás deberíamos volver la vista hacia nuestro interior y empezar a preguntarnos si no deberíamos contarnos nosotros también entre una de esas diversas especies de tontos que, desde nuestra propia tontuna, aún no hemos sido capaces de catalogar.
Creo que ya es hora de empezar a hacernos cargo de que este país, como todos los demás, lo construimos entre todos. Que votemos a quien votemos, todos compartimos responsabilidad por los sucesivos gobiernos y desgobiernos que nos van tocando, pues cada acción llama a una reacción, que todos nos influimos mutuamente y que para tensar una misma cuerda basta con tirar de cualquiera de sus lados.
Sí señores, tenemos justo aquello que entre todos hemos votado. Así funciona, ni más ni menos. Y ésta es la única y cruda realidad. Si no se adapta a nuestros deseos, creencias o expectativas, no es ella quien tiene la culpa sino que somos nosotros quienes deberíamos empezar a cambiar nuestros puntos de vista y empezar a preguntarnos si realmente sabemos a quién votamos, por qué le votamos y para qué. Y si resulta ser cierto eso de que vivimos en un país de tontos… Oye, por algo será. Quizás sea cierto que somos, simplemente, tontos.
(¡Ay, pero cuánto me dolió perder aquella quiniela!)
Tomo prestada esta fantástica canción del siempre genial Carlos Malicia que ilustra mucho mejor que mis pobres (y tontas) palabras todo esto que quiero decir. Que la disfrutéis.
David Magriñá
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