No es lo mismo nuestra parte sensible que nuestra parte susceptible. En realidad, resultan bastante opuestas. El problema es que hay cosas en las que se parecen, al menos a un nivel superficial, y así vamos confundiéndolas para goce y disfrute de nuestra ceguera y – pues sí, otra vez… – de nuestra irresponsabilidad.

La sensibilidad nos hace receptivos. Al entorno, a los otros, a lo que sucede dentro de nosotros mismos. Afina la capacidad de captar, de entender. Y ello nos hace más avezados, más pertinentes, en nuestra respuesta. Desde ahí, nos acerca naturalmente a la comprensión, la consideración, la delicadeza… Vemos. Nos vemos. Nos abre el corazón. El abanico se despliega. El volumen se ajusta. En lugar de reaccionar, decidimos. En vez de ser el centro del sistema, ampliamos la visión. La sensibilidad nos aproxima, incluso cuando es para alejarnos o para poner un límite, porque desde la sensibilidad hay contacto. Es una cualidad del ser.

La susceptibilidad, por el contrario, describe un estado del ego. No nos hace receptivos, sino reactivos. No vemos más allá de nosotros mismos, nuestro miedo, nuestro amor propio herido, nuestro punto de vista, nuestro pequeño universo… No vemos claramente la verdad de quien tenemos delante, aunque bien que nos la imaginamos. No entendemos ni queremos entender nada que se salga de ahí. Y como es fácil figurárselo, nos aleja. Del entorno, de los otros, de nuestra propia esencia. Justifica la desconsideración y bendice la agresividad. Racionaliza el rechazo. Nos cierra el corazón. El abanico se pliega. El volumen se eleva. En lugar de decidir, reaccionamos. En vez de ampliar la visión, nos convertimos en el sol alrededor del que gira todo el sistema. La susceptibilidad nos aleja, incluso cuando es para aproximarnos o para traspasar un límite, porque desde la susceptibilidad no hay contacto. Es una característica del ego amenazado.

Cuando estamos siendo sensibles, hay poca susceptibilidad. Cuando estamos siendo susceptibles, hay poca sensibilidad.

La susceptiblidad, cuando logra ser lo bastante amenazadora del modo que sea, puede darnos poder sobre otros. La sensibilidad nos da poder sobre nosotros mismos, sobre nuestra actitud ante la vida.

La sensibilidad nos hace fuertes. La susceptibilidad es una expresión de la negación de nuestra parte más débil.

Por eso, la sensibilidad nos hace sabios y la susceptibilidad, locos.

La susceptibilidad mirada con sensibilidad, tomada como síntoma, nos conduce a la herida que protege, no para enarbolarla como un derecho ni para colgársela a otros, sino para hacernos cargo y así poder ir curándola. Protegida, en cambio, como presunta sensibilidad no sólo no nos lleva a curar nada, sino que a menudo acabamos usándola para abrir heridas en otros y echarles la culpa a ellos.

La tentación de la susceptibilidad es que darle carta de sensibilidad nos permite muchos estragos sin responder de ellos. Y eso tiene una parte que mola… Además – ¿quién de nosotros no lo sabe? – la susceptibilidad escuece. En el ego, que es el dolor más rabioso, el que más nos saca de quicio.

Qué importante es distinguirlas.

Con la sensibilidad y la susceptibilidad integradas en las entrañas, avanzamos. Las conocemos. Las manejamos. Le damos a cada una su lugar y su peso. Las escuchamos con amor manteniendo las riendas en la mano. Y en la fuerza con la que guiamos nuestra trayectoria aunando los mensajes valiosos de una y de otra, se encuentra un respeto básico por todo cuanto es humano, al tiempo que un compromiso absoluto con la determinación de abrir el corazón al mundo y responder de nosotros mismos.

Marian Quintillá