duelo a garrotazos

Duelo a garrotazos – Francisco de Goya

Quedan ya sólo tres días para unas elecciones que nos pillan a la mayoría en un momento en el que estamos ya bastante cansados de políticos que mienten y roban, de partidos que nos defraudan una y otra vez pero en las que también (o quizás, precisamente por eso) se dejan sentir algunos soplos frescos de posibilidad de cambio.

Pero eso no quita que, como siempre, me inquiete ver a gente de a pie haciendo campaña y queriendo convencerme para que vote a «los suyos». Entiendo que los políticos lo hagan: es su profesión el convencernos para que les votemos, conseguir alcanzar la mayor cota de poder posible y así asegurarse el modo de vida y, si tenemos suerte, ser gobernados con mayor o menor acierto. Es cierto que cada uno trae ideas, maneras de hacer las cosas que nos pueden gustar o disgustar en mayor o menor medida. Es cierto que podemos identificarnos más o menos con el uno o con el otro y que al final, nuestro voto, aunque insuficiente, se percibe como necesario para tener una mínima posibilidad de elegir al menos una pequeña parte de nuestro destino como colectividad. Y, como no, es evidente que si votamos a unos es porque preferimos que salgan esos unos en lugar de los otros.

Pero de ahí a que seamos nosotros mismos, nuestros vecinos y compañeros de trabajo, e incluso nuestros familiares quienes les bailemos el agua a los políticos apoyando una determinada opción como si nos fuera la vida en ello, y siempre cargando contra los oponentes a quienes se demoniza como si fueran portadores de la mismísima semilla del diablo, es algo que ya me empieza a resultar sobrecogedor. No puedo evitar entristecerme sobremanera cada vez que compruebo que vivo en un país donde es habitual que cada mitad de la población se dedique a insultar y menospreciar a la otra mitad, como si fuera lo más normal del mundo. Y encima luego tengamos la desfachatez de hablar de tolerancia, cuando la mayor intolerancia es expulsar de nuestra «democrática y tolerante» dictadura de grupo, llamándole «facha casposo» o «rojo radical», a todo aquel que tenga la osadía de concebir una manera de «ser tolerante» diferente de la nuestra.

Seamos sinceros: No nos estamos jugando el país, ni la gobernabilidad, ni la justicia, ni la equidad, ni la corrupción, ni ninguno de todos esos conceptos gastados. Tan sólo nos jugamos la identidad, nuestra propia identidad, esa que nos hace creernos que somos mejores que los otros sólo por defender tales o cuales ideas. Es otro Barça – Madrid, nada más, pero revestido de ampulosas creencias que abarcan a la sociedad entera y no sólo a los futboleros. Quiénes seamos nosotros y quiénes sean ellos… ¿acaso importa? La realidad es que nada ha cambiado desde estas viejas y amargas palabras de Machado.

Va por ti, mi querido Antonio.

David Magriñá