Queridos amigos.

Recuerdo que el año pasado por estas fechas os hablaba del asombro. Estaba asombrada por el asombro, ese sentimiento profundamente humano y tan misterioso que nos abre las puertas a la contemplación.

Los niños saben mucho del asombro, de quedarse maravillados y boquiabiertos, incluso a pesar de que los tenemos tan saturados de estímulos, objetos, actividades, prodigios y trucos que bien podría temerse que cualquier día no les quedara ni un poco más de capacidad de asombro. Pero les queda. Quizá a estas alturas en nuestro mundo (tal como yo los veo) a veces de una forma preocupantemente superficial y fugaz, pero les queda… Por eso, si hay en nuestra cultura una época del año poderosamente ligada a la infancia (y también a nuestra propia infancia), ésa es la Navidad. 

Creo que muchas veces los adultos, por nuestra parte, estamos tan ávidos – tan necesitados – de profundidad y tan desengañados de prestidigitaciones que tenemos el asombro magullado, receloso, tan presto a encenderse en la esperanza como a agostarse en el escepticismo, a comprar globos de colores como a dudar de la experiencia más real. Podemos elevarnos hasta rozar la luz y caer después en un sinsentido hueco. Lo tocamos sin poder atraparlo. Lo negamos sin poder deshacernos de él. En estos momentos, me atrevería a afirmar que éste es uno de los diagnósticos de nuestro tiempo.

La historia del asombro y la contemplación en nuestra especie es muy antigua. Diría que data al menos de los tiempos de aquellos lejanos hombres «primitivos» que nos legaron unas pinturas cuya complejidad, en mi opinión, probablemente procede de una psique tan reflexiva y penetrante como la nuestra. Ha avanzado con nosotros, atravesando los milenios, hasta nuestros actuales corazones, hasta nuestro mundo ruidoso y atiborrado de efectos especiales que se mezclan con la realidad, de los que no se puede uno fiar a pesar de lo difícil que es dejar de mirarlos. Y aquí estamos, andando nuestros pasos, poniendo nuestros ladrillos en la escalera espiral con la que intentamos llegar a un paraíso cuya puerta, en palabras de Claudio Naranjo, «sólo se abre desde dentro».

Me voy a dar el inmenso gusto de bendecir y alabar en tal fecha como hoy a las distintas formas de espiritualidad y a las diversas religiones milenarias. Llenas de luz por ser cosa de Dios – o como cada cual quiera dar en nombrar Lo Innombrable y en concebir Lo Inconcebible –  y todas ellas llenas también de su ración de chaladuras por ser cosa de hombres. Buscadoras de la apertura de la consciencia, de la transformación en el espíritu, de cambiar, como dice el profeta judío Ezequiel, el corazón de piedra por un corazón de carne…

Y en este momento del año en el que atravesamos el solsticio de invierno y la luz nos va creciendo poco a poco cada día, me voy a dar también el inmenso gusto de contemplar el Nacimiento como hacía de niña. De quedarme maravillada y boquiabierta ante el Niño que nace, ante el más grande Misterio, tan grande que la mayor parte de lo que podamos ponernos a decir sobre ello serán probablemente tonterías y como tonterías nos sonarán al escucharlas. Pero es que este Misterio no nos habla al entendimiento habitual, sino al entendimiento desde el corazón; no es para los sabios, sino para los sencillos y los niños.

Qué descanso. 

Paz a las gentes de buena voluntad.

Ojalá yo fuera sencilla… Me va a tener que bastar con serlo hoy y ya veremos cómo andaré mañana.

Este año voy a dejaros también aquí un cuadro de Gerrit van Honthorst, esta vez «La adoración del Niño». Me fascina su capacidad para captar y expresar la luz, el asombro, la contemplación…

Muy Feliz Navidad para todos, queridos, cada uno comprendiendo y celebrando a su modo y juntos tejiendo la trama de un mismo mundo, ése en el que habitamos.

Marian Quintillá

La adoración del Niño (Gerrit van Honthorst)