Como habréis podido ver muchas veces, la Justicia se representa con una actitud serena, y desde el siglo XV a menudo incluso con los ojos vendados, para simbolizar la objetividad y la ecuanimidad, el no tener en cuenta quién es quién o cómo se nos revuelven nuestras emociones privadas a la hora de dirimir un conflicto. También acostumbra a llevar una balanza para recordarnos que hay al menos dos platillos en los que poner los pesos y que conviene que el resultado quede ajustado. 

Luego están los Justicieros. Desde su mirada, el mundo se divide en los perpetradores desalmados y canallas, que no se merecen nada, y las víctimas débiles e inocentes, que se lo merecen todo. Como Justicieros, nos identificamos con los buenos en defensa de las víctimas y nos sentimos con derecho a destruir a los perpetradores sin responsabilizarnos ni de nuestra propia injusticia, ni de nuestro propio resentimiento, ni de nuestra propia violencia, incluidos los que acompañan a nuestros actos justicieros, y tampoco de sus consecuencias.

Los Justicieros me parecen muy entretenidos y catárticos para protagonizar las películas de las tardes del fin de semana, en las que podemos jugar a que el mundo es divisible en perpetradores desalmados, víctimas débiles y héroes justicieros. Para vivir, aunque lo habitual es que sea notablemente más profunda que intensa, y desde luego exija más dificultad, honestidad, reflexión y discernimiento, encuentro mucho más deseable la Justicia.

Después, está la Misericordia, que va mil veces más allá de la Justicia. Nos permite vernos a nosotros y ver a los otros con amor incluso en el conflicto, sin necesidad de mantener la distancia emocional o de ponernos una venda.  Pero para actuar desde ella – como su propio nombre indica – hemos de haber entrado ya con cierta profundidad en la alquimia del corazón. 

Marian Quintillá

En el bosque