Ya estoy tardando en irme a la cama. Hace un rato que van de casa en casa, y aquí con la luz encendida. Hoy no son horas. En cuanto acabe esto, a dormir.
Qué os voy a contar. Llevo oyendo sus pasos en las noches como ésta toda la vida, a través de las más variadas circunstancias. Un crujido. Un rumor. Son sigilosos, pero cuando se sabe qué esperar, quién sabe, quizás algo se capta o se imagina…
Y mañana, al levantarme, ahí estará la sorpresa del milagro, sea el que sea.
No son las cosas. Claro que no. Estamos intoxicados de cosas. Enterrados en cosas. No necesitamos más cosas. Nos falta sitio y nos sobran kilos. Aunque esta noche nos traigan cosas, lo que traen no son las cosas. Aunque mañana nos reunamos alrededor de la comida y la acabemos con el roscón que lleva su nombre, el objetivo no es ése. De lo contrario, habría que pedirles que no vinieran o que, al llegar, saquearan la nevera y, en lugar de dejar regalos, se llevaran algún que otro saco de trastos.
Es la ilusión de su paso. De la magia. La celebración de la bondad, la esperanza, el amor, la fe, la belleza, el asombro, lo extraordinario, lo ignoto. La afirmación de todo eso, diariamente puesto a prueba en el mundo en el que nos movemos.
Vieron una estrella. Creyeron en ella. Eso bastó para hacerlos salir de sus casas o de sus palacios.
Y cada noche del cinco de enero nos lo recuerdan: Seguimos a una estrella; dimos con el regalo.
A lo largo de los siglos, ahí están sus regalos para nosotros. En memoria.
No es lo mismo discutir tomando café sobre la aparición de una estrella, escribir artículos acerca de esa estrella, adueñarnos del descubrimiento de una estrella… que emprender un viaje tras su estela.
Hace unos días estaba viendo mi película de esta Navidad (todas las Navidades suele haber una película esperada). En una de las escenas, algo me hizo empezar a pensar en qué es más difícil y más grande, si buscar la inmortalidad o dar la vida, si andar a la caza de la felicidad o facilitarla, si perseguir nuestras estrechas metas o entregarse a lo que la vida quiere de nosotros. Nada original, lo sé, pero el asunto es que lo pensé en serio. Y creí comprender cómo es eso de que no se puede encontrar la inmortalidad buscándola, sino soltando la vida, y eso de que es complicado construir la felicidad sobre la desdicha de otros mientras que brota a raudales de la paz interior, y eso de que nuestras estrechas metas sólo se siguen de otras metas tanto o más estrechas, y así sucesivamente hasta el hastío o el aburrimiento, cuando por otra parte la vida en sí nos deslumbra a cada paso.
Démonos cuenta de lo que queremos, de lo que somos, y todo lo demás… para reapropiarnos, no para encadenarnos a nosotros mismos.
No sé si estoy muy inspirada, si logro transmitir lo que quiero deciros. Es que tengo prisa. Es tarde: las doce y cuarenta y seis, y yo aquí, tecleando…
Noche de Reyes. Tres hombres sabios que partieron hace mucho tiempo siguiendo la estrella, que dentro de un rato pasarán por aquí, recorriendo este mismo pasillo con sus pisadas imperceptibles, dejando las alegres pruebas de su breve estancia. Saben el nombre de cada uno de nosotros. Cómo nos ha ido el año. En qué estado se encuentra nuestro corazón. Y lo acarician. Quizá hasta nos miren dormir un momento y recuerden nuestros rostros a través del tiempo desde que éramos niños.
Y nos siguen soñando, como nosotros los soñamos a ellos.
Las doce y cincuenta y uno. De aquí no paso.
Feliz noche de Reyes y feliz día de Reyes mañana, Guerreros. A ver qué hacemos si vemos aparecer la estrella.
Marian Quintillá
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