Cosecha

La vida está llena de vida.

(¿De qué otra cosa iba a estarlo…?)

Así que no hace falta que nos ocupemos de eso (¡como si pudiéramos…!).

Recuerdo que, cuando era muy joven, estaba impaciente por que la vida llegara. Tenía un montón de sueños y proyectos. Buscaba que me pasaran cosas. Sola o en compañía de otros. Además de emprender caminos hacia acá o hacia allá sin pensármelo dos veces, también leía libros, veía películas y escuchaba canciones que, según mi parecer, se referían a eso que yo estaba esperando que acabase de llegar de una vez.

No es que creyera que no había llegado en absoluto, sino que todavía me sabía a poco… e imaginaba mucho más.

Era un cachorro.

 

Ya no lo soy.

El otro día leí que la vida empieza ahora. No. Para nada. Ni es verdad ni lo quiero. ¿Imagináis tener que hacer de nuevo todo lo que ya hemos hecho, superar lo que ya hemos superado, aprender lo que – por fin – ya hemos aprendido…?

Lo que sospecho que puede estar empezando ahora es la cosecha. La recolección.

 

La vida está llena de vida y no hay que hacer nada al respecto.

Si acaso, de vez en cuando desechar algunas cosas o tomar otras y, sobre todo, estar presentes. Siempre presentes. Cuando lo estamos, cuando nos abrimos a recibirla, descubrimos que toda vida, desde la del monje contemplativo hasta la del aventurero, contiene todos los ingredientes. Que a ninguna le falta nada.

Podemos soñar cómo sería estar viviendo otra vida, pero no lo sabemos. Según nuestra fantasía, nos llenaremos de satisfacción o frustración, de envidia o arrogancia, de admiración o desdén… Miraremos la nuestra, la real, con alegría o rechazo… Y todo estará contenido en el tiovivo de los pensamientos que giran.

 

Quizá, como decía, esté empezando a llegar ahora la cosecha. El fruto de lo sembrado, de lo cultivado a trancas y barrancas y la mayor parte del tiempo sin saberlo ni entenderlo, como solemos los humanos cultivar nuestras vidas.

¿Qué querremos cosechar? ¿Lo sembrado… o lo soñado?

¿Afrontaremos también esta parte de la vida con las perspectivas de los cachorros?

De eso dependerá, sin lugar a dudas, nuestra amargura o nuestra paz.

Hace unos quince años, un terapeuta muy admirado por mí, que tenía entonces unos cuantos años más que los que yo tengo ahora, me decía que la única aventura que le quedaba por emprender era la muerte. Entiendo desde dónde lo decía, pero lo cierto es que no somos nosotros quienes decidimos las aventuras que nos quedan por vivir, sino la vida. Y la prueba es que, unos años después, este mismo compañero estaba ocupado – entre otras cosas – en la de transmitirnos escribiendo una estupenda síntesis de lo que había aprendido. 

¿Qué estoy recolectando, que me hace lanzar la hipótesis de que tal vez esté empezando a entrar en la etapa de la cosecha?

Una cierta plenitud sencilla. Una facilidad para ir creciendo en muchos aspectos sin enredarme en lo que me he estado enredando toda la vida. Una capacidad inesperada para entregarme a las cosas como son y, particularmente, a lo que experimento y no comprendo porque me sobrepasa. Una consciencia de que, al margen de que siga aprendiendo e integrando a cada paso, me encuentro descansando en una serena consolidación de lo que sé, de lo que soy capaz, que me permite comenzar a dar lo mejor de mí misma.

En realidad, ésta es la aventura que se está abriendo ante mis pasos: la de rendirme de todo corazón a lo que es más grande que yo y dar lo mejor de mí.

Lo mejor de mí. No es lo que pensaba que sería. Ni siquiera sé lo que acabará siendo, pero estoy en ello.

 

En una sociedad que diviniza la infancia e idolatra la juventud, estamos condenados a la banalidad, además de a volver locos a niños y jóvenes con esta falta de contención de su narcisismo fisiológico. Quizá lo hacemos porque nos proyectamos en ellos y somos nosotros quienes no hemos acabado de resolver nuestra herida narcisista. Y en ese caso, también se extiende a nosotros la locura de negar el valor enriquecedor e insustituible de cada etapa de la vida. 

¿Cuándo creemos cada uno de nosotros que dejaremos de madurar y comprender para empezar a ser cada vez más decrépitos y menos dignos de consideración? ¿Dónde ponemos la frontera para nosotros mismos?

Únicamente cuando seamos ancianos sabremos lo que sólo saben los ancianos. Pero entonces, ¿quién nos escuchará, salvo que nuestra fama nos preceda, y aún así…?. O al menos, ¿quién nos escuchará en serio, con respeto en lugar de con condescendencia?

Esto los antiguos lo sabían muy bien. Nosotros lo hemos olvidado.

 

La vida está llena de vida. Basta con dejarla entrar a cada paso para que su tremenda fuerza transformadora, su irresistible belleza, su intensidad, su profundidad, nos inunden y barran la morralla de nuestras células como un río purificador. 

La vida está llena de vida desde su inicio hasta el instante mismo de la muerte.

No hace lo que queremos, sino lo que quiere ella, y menos mal, o la desperdiciaríamos ejecutando sueños de cachorros que apenas la conocen pero imaginan mucho.

Digámosle que sí, y tras los recodos más difíciles, más duros, encontraremos sin duda espacios de inesperada plenitud, de exultante y asombrosa alegría.

Marian Quintillá