Dedicado especialmente a los Guerreros que el pasado fin de semana del 6 al 8 de noviembre dieron cuerpo y vida a la edición de Otoño del taller «El Guerrero Interior», en el Institut Gestalt de Barcelona. A todos los que, desde un lugar u otro, hicimos el viaje. Gracias por la profundidad y por la entrega.

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Hace días que voy dándole vueltas a esta entrada pero no acaba de concretarse. Están pasando demasiadas cosas, demasiado deprisa… Cosas en mi pequeño mundo y en ese mundo más grande que compartimos. Dentro y fuera, como hemos comentado otras veces.

Siento dolor. En esa caja de huesos entre el cuello y el diafragma donde habita el corazón. Cuando respiro, el dolor aumenta y se atenúa al ritmo del aire.

No soy inocente. Nadie lo es. Omnipotente, tampoco.

Ni siquiera puedo bastarme a mí misma. O proteger a los que amo.

No.

Y el corazón y las entrañas quisieran irse a lo fácil: pensar en plano y en dos colores, simplificar, darle las riendas al ego para que – con su santa indignación – ponga las cosas en su sitio en un momento y me libre de todo.

En nuestro mundo resguardado, pasamos la mayor parte de los días separados de la vida de verdad. Por eso somos tan neuróticos, porque en esa representación teatral en la que – con toda la sensatez del mundo, por otra parte – nos ocupamos de tener las relaciones bien engrasadas y el territorio bien marcado, el órgano más necesario no es ni el corazón ni el cerebro ni las entrañas, sino el ego. Y se hipertrofia. Es como darle demasiado poder a un niño: perdemos la noción de nuestro tamaño, nos volvemos susceptibles, reactivos. Nos vendemos a recetas de gurús baratos.

No.

La vida de verdad sucede todo el tiempo. Continuamente.

La vida es cuestión de vida o muerte.

No pretendo quitarle la necesaria y sana frivolidad ni volver trascendente la elección del color de un esmalte de uñas, un restaurante, el destino de un viaje de recreo o el «yo te dije – tú me dijiste». No es eso.

Pero vosotros ya lo sabéis de sobra. Lo importante no puede descuidarse.

Y ahí estamos, todos juntos, en esta bola azul, a vida o muerte. A amor o indiferencia. A guerra o paz. A esterilidad o entrega. Tan desorientados que miramos la brújula y nos cuesta saber hacia dónde señala.

El ego no suele tener problemas con la brújula: siente un tirón en las tripas y le parece que la verdad acaba de manifestarse ante sus ojos con innegable lógica.

Pero el cerebro, el corazón, las entrañas… tienen la difícil costumbre de ver más allá. No se detienen royendo cualquier hueso que les echen o que les echemos. Miran y comprenden en forma de impresión de múltiples dimensiones y sólo desde esa impresión pueden discernir hacia dónde apunta la aguja.

Tú. Yo. Nosotros. Vosotros. Ellos.

Cuidado con el «ellos»: es el término que nos vuelve más ciegos porque nos hace ajenos y nos ahorra el contacto.

Qué difícil amar, mirar siquiera, a quien te amenaza. Pero sin ellos, ellos somos nosotros.

Marian Quintillá