El Camino no se conoce desde fuera, aunque desde luego se puede opinar mucho desde fuera sobre él.
Asustados, elucubramos intentando saber sin tocar, conocer sin probar. Como si uno pudiera alimentarse leyendo libros de cocina o participando en eruditas conversaciones y disquisiciones sobre la comida.
O damos un par de pasos y nos parece que ya nos hemos percatado de cuál es y hasta dónde da de sí esa sustancia cuya maduración a menudo requiere el empleo de toda una vida.
El Camino sólo se va desvelando a medida que se recorre. Ni siquiera quienes nos ven recorrerlo saben qué estamos viviendo en realidad. Y únicamente descubre sus misterios a quien se arriesga en él.
Esos misterios son desconocidos para los estudiosos, que despliegan su erudición en innumerables opiniones, categóricas, quizá bien fundamentadas, posiblemente hasta coherentes… Muertas.
El Guerrero no opina acerca del Camino: lo recorre. No está a salvo de él, sino que – por el contrario – une a él su destino. Por eso puede llegar donde no habría pensado y experimentar lo que otros – y quizá incluso durante mucho tiempo él mismo – consideran imposible.
De nada sirve que otros nos digan qué recorrieron y qué encontraron: mientras no lo palpamos, todo lo que refieren pueden ser locuras y fantasías. Y una vez lo estamos viviendo, ninguna acusación ajena de fantasía o locura nos preocupa más allá de la primera frontera, donde aún vamos un poco cautelosos, un poco a medias.
El Camino va mucho más allá de nuestras expectativas. Por eso es necesario todo el valor para adentrarse en él.
Marian Quintillá
Deja tu comentario