¿Cuántos ladrillos necesitamos para construir un prejuicio?

¿Cuántas inconsistencias nos hace falta detectar para cuestionarlo? ¿Y cuántas de entre ellas nos pasan desapercibidas aunque las tengamos delante de los ojos?

¿Cómo somos capaces de ponernos ante nosotros y ante el mundo, de percatarnos, a cada momento?

Estas preguntas se encuentran también en la columna vertebral del camino del Guerrero.

Ciertamente, como me señaló alguien una vez ya hace años, no es menos cuerdo creer estar viendo la realidad y no verla que estar viéndola y no poder creerla. Y sí, en este caso me voy a atrever a hablar de la realidad con todas las letras. De ver lo que hay para ver, escuchar lo que suena, tocar, oler, gustar… experimentar, descubrir, comprender… aprehender y tomar consciencia cierta de todo ello. Sin esa coletilla políticamente correcta y no exenta de verdad que nos recuerda machaconamente que tenemos filtros y se olvida de insistir con la misma energía en que tenemos sentidos y órganos con los que integrar lo que captamos.

Encontrar al niño que tenemos dentro no es tanto encontrar al ignorante, al inocente, al inconsciente o al irresponsable que tenemos dentro cuanto ser capaz de percibir con limpieza y de abrirse a la novedad, a la sorpresa y al misterio. Con responsabilidad. Nadie querría que un niño pilotara el avión en el que viaja o realizara la intervención quirúrgica que en un momento dado pudiera precisar.

Quizá parezca que hoy no estoy hablando todo el tiempo de lo mismo, pero yo creo que sí.

Marian Quintillá

Lobos sobre puente